A Benjamin Franklin le atribuyen esta frase: “En este mundo solo hay dos cosas seguras: la muerte y los impuestos”. Si bien la muerte, sin distinción alguna, nos cobija a todos, los tributos son cambiantes, selectivos y en ocasiones arbitrarios. Es oportuno recordar algo de historia relacionada con los momentos en que se imponen estos cambios, porque el timing es todo. En el siglo XIV en Inglaterra, bajo el reino de Ricardo II, se llevó a cabo lo que la historia conoce como la Revuelta de los Campesinos. Un grupo de prestigiosos historiadores nos relata: “El siglo fue muy problemático. Catástrofes naturales como la pandemia y un clima que era poco beneficioso para los cultivos y la ganadería agravaron la situación. Se creó un caldo de cultivo en el que cualquier cambio en la sociedad podría provocar un problema, y esto fue lo que dio origen a principios del siglo. Unos impopulares impuestos resultaron ser la chispa del violento brote… Tres días después, la revuelta se había propagado como la espuma y los problemas empezaron a surgir. Los recaudadores afirmaban que no habían podido ejercer su poder ni recaudar los impuestos y la desobediencia era total. Las cárceles y los edificios donde se guardaban los registros de impuestos fueron asaltados y destruidos”.
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En la segunda mitad del siglo XVIII la Corona británica se vio obligada a imponer nuevos impuestos a sus colonias de ultramar. Los británicos gravaron casi todo en las 13 colonias de América del Norte: el papel, la pintura, el vidrio, el plomo y las especias, pero la gota que derramó el vaso fue el tributo al té. Los nuevos impuestos dieron inicio al Boston Tea Party en diciembre de 1773, cuando se arrojaron cargamentos de té a la bahía, acto que a su vez conllevó el cierre del puerto. Para el historiador David Bushnell, “de ahí en adelante se deterioró rápidamente la relación entre las colonias y la madre patria, hasta desembocar en el primer conflicto armado en Lexington, en 1775, y un año después en la declaración de independencia hecha en Filadelfia”.
También a finales del siglo XVIII Francia estaba ahogada en deudas. Los excesos en egresos de la Corona y los gastos provenientes de su participación en la guerra por la independencia de Estados Unidos habían provocado un déficit ruinoso. Luis XVI se vio obligado a convocar a los tres Estados para aumentar el recaudo fiscal y modificar un sistema tributario que se consideraba excesivo, ineficiente e injusto. Como dice Gail Bossenga: “El verdadero problema con los impuestos franceses parece no haber sido su peso aplastante, sino sus inequidades, ineficiencias e impermeabilidad a una verdadera reforma”. Las cargas tributarias (gabelas, tributos y diezmos) recaían sobre los burgueses y los campesinos, no sobre los grupos privilegiados como los nobles y el clero. La Revolución francesa se encargó, entre otras, de suprimir estos privilegios.
La verdad es que más importante que las reformas tributarias en sí —muchas veces tan necesarias como indispensables— es el momento en que se presentan. Hacerlas en medio de una pandemia, una recesión económica o un ambiente político enrarecido, más que inoportuno, puede ser funesto.
Apostilla. Al senador Roy Barreras se le puede acusar de todo menos de no tener un finísimo sentido de humor. En entrevista afirma: “Y los que somos insobornables… Robledo, Cepeda, o en mi caso, o Roosvelt Rodríguez, o Ritter López, o Germán Hoyos, o Benedetti…”. Con razón la audiencia se desternilló de la risa.