Según relatan los historiadores, el emperador Marco Aurelio recorría las calles y plazas de Roma acompañado de un siervo que, cuando “los vítores y alabanzas podían nublar el entendimiento y hacerle creer que era un dios”, le recordaba que “sólo era un hombre”.
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En el año 1148 en Venecia, una república que logró sobrevivir con altibajos y ligeros cambios cerca de 1.200 años, se dio inicio a una admirable costumbre: en el momento de la posesión de la cabeza del Estado, el dogo (dux), le limitaron drásticamente sus poderes por medio de la Promissione Ducale, un compromiso irrevocable que el dux tenía que aceptar. En dicha ceremonia un alto oficial del Estado le leía y daba a firmar dicho documente en el que, más que sus deberes y obligaciones, se especificaba lo que el dux NO podía hacer. El propósito de este compromiso era el garantizar que el dogo no abusara de su posición y que actuara siempre en beneficio del Estado y no del suyo propio.
El poder del dux estaba limitado por un sistema de gobierno con un fuerte énfasis en la consulta y la supervisión por parte de otros órganos del gobierno, principalmente los consejos. Los venecianos se veían a sí mismos como ciudadanos dentro de una estructura republicana y participativa, lo que les daba un papel activo en el gobierno, en lugar de ser simples súbditos subordinados a autócratas.
La historia de América Latina está colmada de caudillos que, con el pretexto de “salvar la patria”, cooptan las cortes, cierran el congreso y convierten la Constitución en papel higiénico, con el resultado de represión, censura, pobreza y exilio para millones. El principal dique de contención contra el abuso del poder de estos caudillos con ínfulas planetarias es la separación de poderes, y en donde esta separación sea nada más que un adorno constitucional o una formalidad jurídica, no existirán ciudadanos sino súbditos. Cuando un presidente se cree por encima de la ley, cuando intenta cooptar a los magistrados y los fiscales a su favor, y cuando sus alfiles compran mayorías en el Congreso, lo que se construye es una dictadura, no una democracia. Y si bien es indispensable que los mandatarios mantengan su ego y soberbia bajo control, es igualmente necesario que no lleguen a apropiarse de los pesos y contrapesos que limitan su poder.
Apostilla: Como bien lo resalta el editorial del El Espectador del pasado domingo, se ha vuelto costumbre tildar de “nazi” a todos los que se opongan a los designios de este gobierno. Según el diario, “también esta semana, en un plazo de 24 horas, [el presidente] utilizó en diez ocasiones el término ‘nazi’ para referirse a medios de comunicación, jueces y otros políticos”. El columnista Thierry Ways señalaba en días pasados que el “nazismo” había banalizado la violencia, y que este gobierno lo que ha banalizado es el “nazismo”, ideología totalitaria, racista y ultranacionalista en su día impulsada por Adolf Hitler, y que, al promover la supremacía aria, llevó a la persecución y exterminio de millones de personas, principalmente judíos. El catalogar como “nazis” a todo contradictor, más que un equívoco, es una sandez.