Hace dos semanas escribí una columna sobre la carta que monseñor Juan Vicente Córdoba envió a los católicos del país para alertarlos sobre el eventual beneplácito a la adopción de menores por parejas del mismo sexo en la Corte Constitucional.
Córdoba dice en esa carta que la Iglesia nada tiene contra los homosexuales y que, por el contrario, los acoge en su seno, con amor materno, como lo hace con todo ser humano (claro, después dice que su comportamiento va contra el orden natural).
Pues bien, luego de escribir esa columna me quedé pensando en esa regla católica que ordena amar al prójimo. En ella se consigna un ideal admirable, pero muy difícil de alcanzar (¿por qué habríamos de amar a tanto sátrapa que anda por ahí haciendo el mal?). Por eso mismo, por ser una norma tan exigente, sólo los santos o los héroes la pueden cumplir. Jesús de Nazaret y muchos de los primeros cristianos (antes de que su credo se convirtiera en religión oficial) se comportaban de esa manera y todavía hoy vemos católicos admirables que tienen ese talante.
Pero las personas así son escasas. La Iglesia misma, como institución, ha dedicado buena parte de sus energías a sembrar el odio y la querella contra quienes no piensan como ella. Obispos como Juan Vicente Córdoba dicen amar a todos los demás, empezando por los pecadores (entre los cuales incluyen, claro, a los homosexuales), pero su amor tiene muchas excepciones: los que no se arrepienten, los que reniegan de su fe o simplemente los que pertenecen a otras religiones.
El hecho es que esa moral para santos (asumida con autenticidad por pocos y con hipocresía por la gran mayoría) ha impedido el desarrollo de una moral cívica, más modesta, más humana y más eficaz. Una moral para ciudadanos, no para correligionarios. Una moral que no se funde en el amor al prójimo, sino en el respeto del otro; que no pretenda dar la vida por los demás, sino reconocer que todos somos iguales; una moral de reglas mínimas pero exigibles, no de reglas máximas e ilusorias; una moral centrada en el respeto de lo público, no en la salvación de las almas o en la redención del mundo.
Quizás por eso, por esa falta de moral cívica, en esta sociedad, desde los altos cargos oficiales hasta la guerrilla, pasando por las universidades y las iglesias, abundan los fanáticos morales e ideológicos.
Quienes predican una moral maximalista tienden a reducir la sociedad a su mínima expresión, es decir al conjunto de personas que piensan como ellos. Quienes, en cambio, defienden una moral ciudadana (tan modesta como firme) optan por una sociedad amplia y abierta. Ambas posiciones obedecen a instituciones claramente identificables: la Iglesia, en el primer caso, y la Corte Constitucional, en el segundo.
En los países en donde las revoluciones liberales lograron imponer la separación efectiva entre la Iglesia y el Estado fue posible difundir (a través de la educación pública) esa moral cívica. Pero en los países en donde esto no fue posible, como en Colombia, la moral católica colmó todos los espacios sociales, empezando por los públicos, y el Estado desatendió su deber de inculcar una moral cívica. Nos quedamos con la regla del amor al prójimo, reducida a los ámbitos familiares, y sin la regla cívica. Resultado: la cultura del respeto de lo público nunca prosperó.
En algunos países las cortes constitucionales han llenado ese vacío y se han convertido en algo así como las “iglesias” de las sociedades contemporáneas. Aquí todavía no lo logramos y la prueba más evidente es la indignación de monseñor Córdoba contra la Corte Constitucional.