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En el debate sobre el plebiscito se han esgrimido muchos argumentos políticos, jurídicos y económicos a favor del voto por el Sí.
No voy a hablar de ellos, que han sido ampliamente difundidos, sino de otros, igualmente importantes y menos conocidos, que se podrían llamar argumentos de sicología social o simplemente argumentos humanos. Son cuatro.
Primero. La voluntad de hacerle daño a alguien es, sin duda, un factor fundamental para explicar el mal. Por eso existe el castigo. Pero a veces tendemos a exagerar esa responsabilidad y a olvidar que las circunstancias también juegan un papel importante en este asunto. Esto es lo que Hannah Arendt, luego de presenciar el juicio a Adolf Eichmann (un criminal nazi), llamaba “la banalidad del mal”. Más que ese monstruo maligno que la opinión pública retrataba, Arendt veía en Eichmann a un miserable indolente que recibía órdenes superiores. La mayoría de los individuos, dice Arendt, actúan dentro de las reglas que imperan en su entorno, incluso cuando esas reglas los llevan a cometer actos de barbarie. Esto no disculpa sus actos, por supuesto, pero sí ayuda a entender mejor que en la maldad (y en la bondad también) hay algo o mucho de circunstancial. Existen innumerables pruebas para respaldar esto. Hace unos años vimos cómo soldaditos del Midwest de los Estados Unidos, que no mataban una mosca en sus pueblos, fueron capaces de cometer los peores oprobios en la prisión de Abu Ghraib contra los presos iraquíes. Los famosos experimentos de Stanley Milgram, con gente del común que recibía órdenes de un profesor universitario para impartir choques eléctricos a alumnos desmemoriados, mostraron cómo casi el 30 % de la población puede llegar a torturar a alguien, algunos casi hasta matarlo, en cumplimiento de una orden superior (en el mismo sentido están los experimentos de cárceles hechos por Philip Zimbardo).
Sospecho que con los cabecillas de las Farc tendremos un ejemplo más de este fenómeno, aunque esta vez con resultados inversos, es decir no para pasar del bien al mal (como en el caso de los soldaditos del Midwest), sino del mal al bien. Las Farc han cometido crímenes horribles y muchos de sus dirigentes actuaban con sangre fría e impiedad pasmosas ante sus víctimas. Sin embargo, dado lo que acabo de mencionar sobre la maleabilidad de la mente humana, es muy probable que en un contexto de paz y de diálogo con sus opositores los miembros de esa organización dejen la impiedad de lado y se conviertan (como ocurrió con el M-19) en defensores de la democracia y de los derechos.
Segundo. El diálogo tiene un gran poder restaurador en las relaciones sociales. Hoy, después de más de cuatro años de conversaciones en La Habana, los dirigentes de las Farc ya no son los mismos (probablemente los negociadores del Gobierno tampoco). Su visión del mundo, del Estado colombiano, de la sociedad y de las víctimas ha cambiado. No me refiero a su ideología (que puede seguir intacta), sino a la manera de ver a sus contradictores. Antes querían matarlos, ahora quieren derrotarlos en las urnas. Lo importante no es dejar de pensar lo que se piensa, sino dejar de usar la violencia para convencer a los demás de lo que se piensa.
Tercero. El perdón e incluso la renuncia a la violencia curan las heridas. Las víctimas también se han transformado durante el proceso de la negociación y esa transformación tiene mucho que ver con la liberación que ha representado para ellas el hecho de perdonar a sus victimarios. Los testimonios de los familiares de los diputados del Valle asesinados por las Farc son una de las revelaciones más conmovedoras y edificantes que ha producido este proceso de paz. Pero el perdón no tiene que ser una exigencia para todas las víctimas, ni siquiera para el resto de los colombianos. Muchos no están dispuestos a perdonar; pero se sabe que aquellos que renuncian al uso de la violencia, incluso cuando no perdonan, experimentan una suerte de liberación, un descanso en el alma.
Cuarto. Las relaciones humanas, todas, desde las filiales hasta las de vecindario, pasando por las amorosas, las de amistad y las políticas, suelen tomar caminos constructivos o destructivos. Eso depende mucho de la actitud de las personas. Los hechos cuentan, claro; no es lo mismo si hay, por ejemplo, engaño que si hay lealtad; pero la actitud de las partes también influye. Cuando las personas le apuestan al avance de la relación, cuando confían en el otro y se vuelven respetuosas y constructivas (sin ser ingenuas), se encadenan en un círculo virtuoso que tiene efectos multiplicadores en la sociedad. Creer que la sociedad puede alcanzar la paz es una manera de alcanzar, o al menos de empezar a alcanzar, esa paz anhelada. La paz se autoconstruye, al menos en parte; se alimenta de su propia afirmación. Como cuando uno pierde la timidez creyendo que ha perdido la timidez. Lo mismo pasa con el poder auto-constructivo del afecto. Es por eso que los conflictos de pareja se resuelven menos (suponiendo la buena fe de ambos) en un alegato concluyente, que a través del gesto afectuoso de una de las partes.
Me imagino que la gran mayoría de los partidarios del No verá en estos argumentos humanos más candidez que otra cosa. En su opinión, solo las armas y la cárcel pueden doblegar el alma maligna de los miembros de las Farc. Lo que digo, me dirán, es no solo ingenuo sino peligroso, pues es tanto como confiar en alguien que no responde con reciprocidad sino con traición. Yo no lo creo. Hay muchos estudios de sicología social y muchos testimonios que respaldan lo que digo; es decir esto: que la construcción recíproca de confianza (una confianza alimentada por el diálogo y la sensatez) puede ser una herramienta más eficaz para terminar los conflictos y acabar con los enemigos que optar por las armas y por la fuerza.
Pero hay algo más: durante 50 años hemos intentado la fórmula represiva y no ha funcionado. No solo eso, todo indica que la represión desencadenó el círculo vicioso opuesto al que he mencionado, es decir el de la enemistad y la violencia. Es hora pues de intentar algo nuevo. Como dice la conocida frase de Einstein, una forma de estupidez es intentar siempre lo mismo con la esperanza de que produzca resultados distintos.
