Hace algunos meses estuve montando en bicicleta por las montañas del oriente antioqueño. El camino que transitaba era escarpado y pasaba por fincas lujosas apostadas a lado y lado. De pronto observé algo que me llamó la atención: unas bellotas esparcidas en la cuneta. Nunca había visto algo semejante en esa zona del país. Eran iguales a los frutos de las encinas del Mediterráneo, aunque más redondas y más grandes. ¿Cómo llegaron hasta aquí? Pensé que tal vez alguna de aquellas fincas lujosas pertenecía a un mafioso que estaba importando bellotas para alimentar cerdos y producir jamones secos. “Se habrán salido de alguno de los bultos que las transportaban”, pensaba yo mientras me embolsillaba unas diez de ellas.
Lo primero que hice al llegar a mi casa fue buscar en internet un tutorial para germinar bellotas. Seguí las indicaciones con el cuidado extremo de quien está a punto de descubrir un tesoro. De las 12 semillas sembradas, ocho sacaron raíces y al cabo de un mes ya tenía seis arbolitos sanos, cada uno con cuatro hojas nacientes. A algunos amigos que conocieron esta historia les regalé ejemplares, para que tuvieran la fortuna de ver crecer bellotas en el trópico y quizás también para que difundieran los pormenores de mi hallazgo.
Así pasaba yo los días, pavoneándome por mi jardín de bellotas, hasta que le conté lo ocurrido a un amigo experto en árboles nativos. “No hay tal importación de bellotas, ni mafioso, ni encinas”, me dijo el hombre. Se trata de un árbol de la familia de los Fagaceae, que crecen desde Colombia hasta Norteamérica, perteneciente a la especie de los Quercus humboldtii, que aquí llamamos roble colombiano. “Se volvieron escasos en tu época de niño —me dijo—, pero ya se ven con alguna frecuencia”.
Cuento esta historia después de una charla que tuve esta semana con Juan Gabriel Vásquez sobre los pesares del fanatismo y lo mucho que la ficción tiene que ver en todo esto. Más que animales racionales, los humanos somos animales que imaginamos, que contamos historias. Muchos de esos relatos, sobre todo cuando se refieren a nuestros enemigos, nos los tomamos demasiado en serio. Nuestras guerras recurrentes, nuestros conflictos irresolutos, nuestras heridas endémicas, todo ello proviene, en buena medida, de la desmesura con la que narramos las historias ennegrecidas de nuestros contrincantes.
Tal vez mi cuento de las bellotas no habría ido tan lejos, ni yo me lo hubiera tomado tan en serio, si en él no hubiese aparecido un mafioso imaginario y si yo no pensara tanto en los desastres que el narcotráfico le ha traído a este país.
No podemos evadir esa condición de echadores de cuentos, pero sí podemos, sobre todo cuando hablamos de los enemigos, dudar de lo que decimos, no para convertirlos en nuestros amigos, ni siquiera para dejar de enemistarnos con ellos, sino para reducir el ardor que ponemos en su maldad o, como diría el poeta africano Mbuyiseni Mtshali, para reducir el infierno que resplandece en nuestros ojos cuando los miramos. El fanatismo se nutre de esas miradas.
Otra cosa que podemos hacer es leer más literatura, ese ejercicio de “engaño consentido entre el escritor y el lector”, como la llama Javier Cercas. Haciendo eso, es decir tomando la ficción por lo que es, no solo develamos algo esencial de nuestra existencia, inevitablemente ligada a la imaginación, sino que aprendemos a poner el resto de las historias que contamos, es decir aquellas que no son literatura, como las ideologías (ese engaño no consentido), en sus justas proporciones de verdades a medias.