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Nunca perdí tanto el tiempo como cuando fui estudiante de derecho y pasaba horas escribiendo en un cuaderno lo que los profesores decían en clase, que casi siempre era comentar artículos de algún código o explicar doctrinas jurídicas, todo lo cual ya estaba impreso en libros y de manera mejor explicadas. Pronto aprendí (aprendimos) que no valía la pena tanto esfuerzo y que lo mejor era distraer la mente en otras cosas mientras el profesor hablaba y, eso sí, contar con la generosidad del estudiante más aplicado de la clase para pedirle prestado su cuaderno unos días antes de presentar el examen de la materia.
Algo parecido, pero incluso más dramático, está pasando en casi toda la educación básica y universitaria. El profesor se limita a transmitir una información que los estudiantes no solo saben que está disponible en internet, sino que, al confrontarla con lo que oyen en clase, quedan convencidos de que aprenden más viendo el celular. La pérdida de credibilidad de los profesores por parte de los alumnos explica, en parte, el descenso de la matrícula en casi todas las universidades del mundo. Muchos estudiantes han terminado por creer que los docentes ya no son necesarios, entre otras cosas porque el mercado les ofrece, –al menos eso creen– la posibilidad de ascenso social sin necesidad de un diploma universitario. El 57 % de los jóvenes de la generación Z en los Estados Unidos aspira a convertirse en influencer y todo indica que esta cifra puede ser similar o mayor en América Latina.
Pero el menosprecio de los jóvenes por la educación formal y su credulidad en la web no siempre está justificado. Internet está lleno de información, pero más información no significa más verdad. Lo que circula en la web está determinado por un algoritmo que no está diseñado para filtrar lo que vale y lo que es verdad, sino para ofrecer lo que le interesa a la gente. Siendo así, la labor de un profesor debe consistir en enseñar a los estudiantes a encontrar la información que es correcta, a procesarla y a entender qué pasa en la realidad. Los expertos en educación hablan de las cuatro “Cs” que deben inculcar los colegios en los estudiantes: crítica, comunicación, colaboración y credibilidad.
Algo parecido debían haber hecho algunos de mis profesores de derecho. En lugar de ponernos a transcribir leyes o conceptos, debían haber formado nuestro criterio para entender e interpretar cualquier tipo de norma posible. Solo mis mejores profesores –que también los tuve– tenían esa capacidad, y la tenían porque no solo estaban muy bien informados sino porque el estudio y la experiencia les había dado el discernimiento para entender lo justo y lo razonable, que son la esencia del derecho.
Enseñar hoy es un gran desafío porque la posibilidad de extravío en medio del mar de información existente es cada vez mayor. Los profesores deben inculcar en sus alumnos un “manual de autodefensa intelectual”, para que se protejan de la mentira y de la manipulación que hoy ronda por todas partes y eso requiere de una formación mucho más sofisticada que la que se obtiene con la acumulación de datos.
La clave de la buena educación hoy –y lo será aún más en el futuro– está en la calidad de los profesores. Pero en Colombia, la labor de los docentes no se reconoce como es debido y muchos de ellos, sobre todo en el sector público, en una reacción dolida contra ese maltrato, han sustituido la vocación docente por la lucha sindical. Yo pensé que este gobierno iba a romper ese círculo endemoniado de resentimiento y politización; pero no, se dedicó a otras cosas.
