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Hay una regla de oro de la política que los hacedores de campañas presidenciales conocen bien: a la gente le gusta un candidato que interpreta la realidad del país en los términos simples de una historia de buenos y malos. Esta preferencia obedece a dos rasgos muy característicos de nuestra mente. El primero es que nos atrae más una idea simple que una compleja, incluso cuando la idea compleja es la verdadera. Y el segundo es que somos seres esencialmente tribales: nos entregamos a nuestro grupo (partido, iglesia, patria) con una facilidad ciega y placentera, sin reparar en razones o en consecuencias.
Los candidatos que se ubican en los extremos del espectro político suelen apelar a estas historias escuetas de buenos y malos, y por eso gozan, como dice Jonathan Haidt, de una “ventaja retórica”. A los candidatos del centro, en cambio, por tener un cuento menos binario de la realidad nacional, con juicios de responsabilidad más matizados y con soluciones menos mesiánicas, les cuesta más emocionar a la gente.
¿Significa esto que el centro no tiene un cuento simple para contar ni una emoción moral para ilusionar? No lo creo. Al menos no lo creo para Colombia y la razón es esta: aquí, donde los odios políticos se han reciclado tanto, dando lugar a conflictos incesantes (como llagas que nunca sanan), hay una historia simple y emocional que los candidatos de centro pueden contar y que dice algo como esto: “Ya está bueno de tanta violencia y de tantas furias; es hora de apaciguar los ánimos, de respetarnos y de armar un proyecto colectivo”.
De hecho, es justamente eso lo que ha intentado el centro, sin éxito hasta ahora, a partir de la candidatura presidencial de Antanas Mockus, quien orientó su campaña en la idea bien simple de que la vida y los bienes públicos son sagrados y de que la legalidad y el respeto deben guiar los comportamientos sociales, sobre todo el de los funcionarios públicos. El mensaje de Alejandro Gaviria esta semana tiene el mismo sentido mockusiano: una invitación al trabajo colectivo, a la reinvención de la esperanza y a ser mejores personas. Algo muy similar ha venido haciendo Sergio Fajardo durante muchos años: poner el respeto y la transparencia por encima de los ataques personales.
No es que el centro desconozca las tensiones políticas, ni que crea que todo se puede resolver por consenso, ni mucho menos que no hacen falta reformas estructurales. Claro que no, a veces el gobernante tiene que imponer su voluntad o aplicar la ley en contra del querer de algunos. Pero su rasgo distintivo es la actitud política de tramitar esas tensiones bajo los principios de la legalidad y el respeto.
Algunos de los mejores analistas de la realidad nacional, entre ellos mi colega Francisco Gutiérrez, hablan de la posibilidad de que ingresemos a un tercer pico de violencia (después de la guerra civil de mediados del siglo pasado y de la violencia de los 90). Evitar que tal cosa ocurra es una prioridad y por eso tiene sentido un discurso apaciguador, simple y emotivo como el que propone el centro.
Termino con esto: suele ocurrir que durante las campañas presidenciales los candidatos se concentran en atacar a sus oponentes, pero cuando llegan a la Presidencia hablan de cooperación y de unidad nacional. Fajardo y Gaviria, atentos a nuestras violencias y sus abismos, empiezan al revés, haciendo un llamado, como candidatos, a la concordia y a soñar en un proyecto común. Ojalá logren convencer a la opinión pública. Dos gobiernos consecutivos de Fajardo y Gaviria o de Gaviria y Fajardo pueden ayudarnos a soñar con un país menos parecido al que hemos tenido. Un país en el que las historias simples de buenos y malos ya no sean necesarias.
