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En las sociedades actuales pareciera como si el principio democrático que dice “yo pienso distinto pero te dejo hablar” estuviese siendo sustituido por el principio autoritario que dice “yo pienso distinto y tú te callas”. Esto se debe, en parte, al avance de la cultura de la cancelación, que no solo pretende acabar con las ideas que se consideran erradas, sino con las personas que creen en ellas. Es una cultura que reproduce la vieja práctica del ostracismo en la que se desterraba a las personas para evitar que sus ideas contaminaran el cuerpo social.
Dejo de lado la cancelación por supuestos delitos, por ejemplo, de violencia sexual, que es algo más difícil (no digo que esté justificada, solo que es más compleja) y me concentro en la cancelación de ideas. En columnas anteriores he criticado varias implicaciones de esta cultura, entre ellas su intolerancia y su defensa de la justicia por mano propia. Ahora quiero hablar de su conservadurismo.
Los que defienden el “yo pienso distinto y tú te callas” añoran una sociedad que tiene muchas similitudes con la sociedad tradicional. Hubo una época en la que la religión era una fuente de cohesión grupal más fuerte que el poder político. Los individuos compartían una misma visión del mundo y de eso dependía la estabilidad y hasta el progreso del cuerpo social. Pero en el último siglo las cosas cambiaron y la gente dejó de compartir la misma visión, la misma religión y, por supuesto, la misma ideología. A falta de esa uniformidad se crearon derechos fundamentales y reglas de juego constitucionales para tramitar las diferencias y cohesionar el tejido social. Muchos de los que defienden la cultura de la cancelación parecen sentir nostalgia por la sociedad de antes, la tradicional, la gobernada por una misma creencia. Los canceladores de ideas (de estatuas, de símbolos, de hechos…) quisieran recuperar aquella época en la que todos estaban de acuerdo en una misma manera de pensar y en la que quien se salía de la norma era visto como enemigo del cuerpo social y desterrado.
La versión contemporánea de esa nostalgia (y de esa punición) es la obligación de acomodarse a “lo políticamente correcto”. Los grupos que cancelan ideas estiman que quienes dicen cosas por fuera de lo aceptado no solo ofenden y causan daño, sino que hacen parte de los victimarios o son sus cómplices. Las opiniones en contra de lo políticamente correcto no son vistas como una manera posible, alternativa, de ver el mundo, sino como un atentado, una afrenta. Todo lo dicho por los que se salen del canon es visto como un discurso de odio (palabras para el fomento, la promoción o instigación de la humillación de una persona o grupo de personas, por razones de “raza, color, ascendencia, origen nacional o étnico, sexo, etc.”) que, por supuesto, debe ser castigado. Por eso, por ser supuestos promotores del odio, no se les enfrenta con un argumento, sino con el “tú te callas y te vas” o, más directamente, con el “te callamos” o “te desterramos”. La cancelación es, para ellos, un acto de depuración, de limpieza social.
No deja de ser una paradoja que muchos de los grupos que se consideran hoy progresistas y que se dicen favorables al cambio social sean los defensores de un tipo de sociedad tradicional, en la que todos pensaban lo mismo o por lo menos nadie se atrevía a no pensar lo mismo. Tal vez eso se explique porque el dogmatismo es la fuerza que mueve al cancelador, más que su deseo de hacer justicia. No sobra decirlo, el conservadurismo está lejos de ser un monopolio de la derecha.
* De ahora en adelante esta columna será publicada cada 15 días.
