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“Si algo sabemos los escritores —decía Julio Cortázar— es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que, a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad”. Con el desenfreno verbal desatado hoy en las redes sociales, esto parece más cierto que nunca.
Las palabras se desgastan por distintos motivos. Uno de ellos es la repetición excesiva. El escritor Juan Esteban Constaín cuenta que decidió no volver a usar la palabra “empatía” al ver cómo había sido pervertida por tanto uso. A mí me pasa algo parecido con palabras como “realizar”, “narrativa”, “aperturar”, “problemática” o “deconstrucción”. Los políticos son quizás los que más desgastan las palabras. El expresidente César Gaviria decía “ciertamente” de manera recurrente y lo mismo le pasaba a Turbay Ayala con el “evidentemente” y a Donald Trump con el “tremendous”. Esas palabras se convirtieron en muletillas que terminaron siendo materia prima para hacer chistes.
A veces el deterioro viene de la exageración, como ocurre en la publicidad. Hace poco oí una propaganda radial que ofrecía “precios épicos” a sus clientes. Los que se dedican a ordenar también suelen exagerar. En mi edificio, por causa de la pandemia, pusieron un letrero con unas medidas de bioseguridad y una de ellas prohíbe “tocarse la cara”. A veces la gente pone tanto empeño en un adjetivo que termina diciendo lo contrario de lo que quiere, como cuando se dice: “es que es demasiado bonito”.
Estos son ejemplos banales y hasta divertidos. Lo que no es inocuo es el uso político de la exageración. Cuando yo era niño había palabras poco usadas porque se referían a hechos excepcionales, como asesinato, terrorismo o corrupción. No creo que el mundo de hoy sea peor que el de esa época y sin embargo esas palabras se han vuelto de uso común. Hoy, en cambio, pareciera que la derecha es siempre fascista y la izquierda castrochavista, que los políticos son siempre corruptos y que estamos asistiendo al peor gobierno de la historia. Cuando llegue lo peor, que puede llegar, nos vamos a quedar sin palabras para describirlo. Escribo esta columna un día después de que la alcaldesa Claudia López, en un evento de conmemoración del asesinato de Dilan Cruz (ocurrido antes de su mandato), fue expulsada por una muchedumbre que le gritaba “asesina”. A veces tengo la impresión de que si bien Colombia se ha vuelto menos religiosa o, mejor, menos religiosa-practicante, sigue siendo tan moralista o más que antes.
En semántica se hace la diferencia entre denotar, que se refiere al significado literal, y connotar, que se refiere al significado figurado. Sin la denotación, que es la base de la comunicación, vivimos en una torre de Babel. No hemos llegado a ese punto, pero el orden de los factores parece, al menos en las redes sociales, haberse invertido y lo importante ahora es la denotación, es decir, lo que cada cual, subjetivamente, quiere hacer con el lenguaje. No valen las palabras por lo que dicen sino por lo que a la gente se le antoja. Ya no se habla para describir el mundo sino para postularlo.
Es cierto que las palabras también sirven para hacer cosas, para inventar el mundo que queremos, no solo para describirlo. Pero eso no nos puede llevar a desconocer la importancia del sentido literal, sin el cual el lenguaje no solo se desgasta, sino que se vuelve inútil: nos conduce a un mundo en el que ya no hay afirmaciones falsas porque tampoco hay afirmaciones verdaderas.
