La actividad política tiene dos caras: competir y gobernar, siendo la primera un medio para lograr la segunda. La gran mayoría de los políticos añora ser elegido para gobernar y también para disfrutar de lo que llaman “las mieles del poder”: los halagos, las ceremonias y el placer de mandar. Hay algunos, sin embargo, a los que la lucha política y la confrontación partidista les atrae más que todo eso y, en consecuencia, cuando son elegidos siguen haciendo política partidista, incluso de manera más belicosa y atrevida. A Gustavo Petro le pasa eso. No es que menosprecie los halagos del poder ni las venias que recibe, todo lo contrario, es que estima que la presidencia de la república es poca cosa frente a su objetivo de pasar a la historia como un segundo libertador.
Nada de esto sería muy grave si su mesianismo quedara confinado al fuero interno de sus sueños, pero no es así. Petro ha convertido la presidencia en una agencia política que representa a sus seguidores, no al conjunto de la sociedad. En eso se parece a Donald Trump, su archienemigo actual, que también reduce el pueblo a sus áulicos y la presidencia a su oficina de campaña electoral.
Dos consecuencias desafortunadas se desprenden de esa actitud: en primer lugar, la mediocridad de su equipo de gobierno, escogido por razones de lealtad, no de capacidad técnica o administrativa. En segundo lugar, y más grave que eso, la agudización de la confrontación política. La semana pasada, en las Naciones Unidas, Petro volvió a invocar el decreto y la bandera de la “guerra a muerte” bolivariana que, cómo bien lo muestra Olga González en La Silla Vacía, no fue un símbolo de “la lucha por la liberación de los esclavos y, menos aún, de todas las formas de esclavitud”, como lo sostiene Petro, sino un mensaje bélico para dividir la sociedad entre los adeptos al gobierno y sus enemigos. De otra parte, aprovechó su visita a Nueva York para salir a la calle con un megáfono y proponer un “ejército de la salvación del mundo” para liberar a Palestina y les pidió a los soldados estadounidenses que, en lugar de obedecer a Trump, obedecieran las órdenes de la humanidad.
Pero volvamos a Macondo. En lo político, Colombia es una sociedad plural y diversa, incluso al interior de las clases sociales y por eso, en el pasado, una buena parte de los estratos bajos votó por la derecha y una buena parte de las élites votó por la izquierda. En lo social Colombia es híbrida y heterogénea, pero también es pasional y no pocas veces rabiosa y en cualquier momento puede trocar la convivencia por la violencia. En esas circunstancias, un presidente tiene la obligación de buscar consensos y de comportarse como un jefe de Estado, en representación de todas las facciones, no como un político incendiario.
Petro se siente menos un presidente que un líder revolucionario que saca a su pueblo de la ignominia en la que lo tenían los gobiernos desde los tiempos de Bolívar. Él sabe el poder que engendra ese mito rebelde; la fuerza que tiene para movilizar las pasiones políticas, los odios y sobre todo los resentimientos acumulados a través de la historia en una buena parte de la población colombiana.
Pero cuando Petro le apuesta a ese mito lo hace a costa de debilitar las instituciones, de dividir el país en facciones políticas y, en últimas, de flirtear con la guerra civil. Esos son los riesgos que corremos con un mandatario al que la honra de ser presidente parece no alcanzarle y la gratitud ciudadana por haber consolidado la convivencia democrática parece interesarle menos que pasar a la historia.