Las facciones políticas, de oposición y de apoyo al Gobierno, han medido sus fuerzas en las calles con sendas manifestaciones multitudinarias. Ambas han marchado, según sus líderes, a nombre del pueblo. Pero, dado que cada una estuvo integrada por gente distinta, ¿de qué pueblo hablan? ¿Acaso en Colombia hay dos pueblos?
Me dirán ustedes que el uso de la palabra pueblo es retórico y que los políticos siempre hablan así. Puede ser, pero el asunto no me parece tan retórico, sobre todo si por retórico se entiende inocuo; mucho menos en un país como el nuestro en el que las palabras excesivas han sido tantas veces el combustible de la violencia política.
En las últimas décadas Colombia ha tenido dos grandes líderes políticos: Álvaro Uribe y Gustavo Petro. Ambos han sido hábiles, con visos populistas, aunque sin caer en los excesos que se ven en otras latitudes. Su visión de Colombia y su ideología son muy distintas, pero, más allá de la retórica, ambos tienen una concepción similar del liderazgo que ejercen y de la idea del pueblo que los apoya. No sé si son seguidores de Carl Schmitt, un pensador alemán de la primera mitad del siglo XX, pero la manera como han ejercido el mando y la forma como han reaccionado en los momentos de crisis se parece a esto que él decía: el pueblo se manifiesta en la plaza pública; allí se encuentra con su líder, que es su representante y que, en sus arengas contra sus enemigos, establece una comunicación única y metafísica entre él y su pueblo, que es la esencia de la política. Algo de eso, en el pedestre estilo criollo, vimos en las marchas de las últimas semanas, convocadas por la oposición y por el Gobierno.
Hay, por supuesto, mucho de retórica en todo esto. Pero también hay más que eso. Me refiero a la politización de la actividad gubernamental. Ante las dificultades que han encontrado ambos líderes para sacar adelante sus reformas (más Petro que Uribe), acuden a sus seguidores y los sacan a las calles. No me opongo a eso; solo digo que la politización presidencial tiene por lo menos tres inconvenientes: 1) crea tensiones con las otras ramas del poder público; 2) debilita la actividad técnica del Gobierno, en beneficio de las lealtades (clientelas) políticas; y 3) opaca los espacios de consenso y entendimiento suprapartidista.
En Colombia no hay dos pueblos sino uno solo. No está en un lugar específico: ni en una plaza pública ni en unas calles ni en una región ni en las redes sociales. No tiene un interés único ni tampoco una voluntad claramente definida. Es un pueblo complejo, diverso y atravesado por tensiones y contradicciones profundas, entre ellas una honda desigualdad social, con gente que piensa distinto y que siente distinto. Así somos: heterogéneos, contrastantes, mediocres, y todo eso para bien y para mal. Ese pueblo que invocan los líderes políticos, depositario de una voluntad pura y superior es un pueblo metafísico, que no existe; y es bueno que no exista.
Para gobernar el pueblo real, el complejo y contrastante, necesitamos, además de la participación del pueblo en las calles, que es algo importante, sin duda, un sistema representativo que funcione bien, en el que se tramiten las tensiones, se discutan las diferencias y se consigan consensos durables. Necesitamos también una tecnocracia operante, ajena a la polarización política, que no obedezca a lealtades, sino a méritos, para que las políticas públicas salgan adelante. Y necesitamos, más que todo eso, ponernos de acuerdo en temas básicos, como igualdad social, desarrollo económico y cultura ciudadana, que nos permitan avanzar como sociedad, sobre todo como sociedad civil, más que como pueblo.