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Hamás es un grupo terrorista, no tengo duda, aunque puedo entender la sicología del odio, desatada por hechos terribles que llevaron a ese grupo a optar por el terror: la pérdida paulatina de su territorio y el derrumbe de sus esperanzas de convertir a Palestina en un Estado. Eso lo entiendo, sin maniqueísmos, como si fuera una tragedia griega en la que los protagonistas se ven arrastrados por sus odios y sus venganzas.
Me cuesta más trabajo entender la caída de Israel en las manos de una secta ortodoxa que ha convertido la eliminación de su enemigo, Hamás, en su razón de ser, hasta el punto de justificar el genocidio contra el pueblo palestino. El odio de este lado, por supuesto, también se alimenta de hechos: la hostilidad de algunos pueblos árabes (y de Irán), la intransigencia de la dirigencia palestina y, por supuesto, la masacre perpetrada por Hamás el pasado 7 de octubre de 2023.
Pero la degradación moral de Israel me parece menos justificable por varias razones: siempre gozaron de una posición dominante, tienen un gobierno democrático que se apoya en un debate libre y razonado y, ellos mismos, tal vez como ningún otro pueblo, han padecido los horrores de la persecución y del genocidio a lo largo de su historia. Hay algo más, y es la inmensa tradición intelectual de humanismo y tolerancia del pueblo judío, la cual ha quedado casi obliterada en este conflicto. Algunos de los intelectuales que más admiro son judíos, y entre ellos cuento a Baruch Spinoza, Karl Marx, Hannah Arendt, Albert Einstein, Joseph Roth y Amos Oz, pero lamento que hoy se les identifique como parte de un pueblo comandado por una camarilla de despiadados. Más allá de esos pensadores, hoy me pregunto qué dirían las víctimas del holocausto nazi si pudieran ver las imágenes de los niños palestinos muriendo de hambre, tan cercanas a lo que ellos vivieron.
Algo más me sorprende. La estrategia de Netanyahu, además de inmoral, es absurda. Suponiendo incluso que pudiera acabar con todos los integrantes de Hamás (cosa bien improbable), debería saber que muchos de los niños palestinos que han vivido la destrucción de su pueblo mantendrán vivo a Hamás o, incluso, lo convertirán en un grupo aún más radical y despiadado. De otra parte, los judíos de Israel y del resto del mundo tienen más razones para sentirse malqueridos e inseguros hoy que en el último medio siglo. Ese es el legado de Netanyahu, un gobernante impávido ante el asesinato de más de 60 mil palestinos a manos de su ejército. A eso se suma su indiferencia ante la destrucción de las condiciones de vida de los gazatíes: su mercado, su sistema educativo, su salud, sus viviendas y buena parte de sus redes de apoyo y solidaridad. Todo eso lo ha hecho Netanyahu con la derecha ortodoxa (o al menos una buena parte de ella) y sin lograr su propósito de acabar con Hamás. A propósito de los ortodoxos, nunca me deja de sorprender la perversa facilidad con la que, en las religiones, el patriotismo convive con la inhumanidad (esa sorpresa vale para los dos lados de este conflicto).
Vuelvo a lo de la tragedia griega: entre Hamás y la extrema derecha que gobierna el Estado de Israel hay una endemoniada situación de odios complementarios. Cada uno, alimentando las acciones violentas de su grupo, fortalece la posición del otro y se desliza por la senda del terrorismo. En la mitad está el drama de dos millones de personas atrapadas en una guerra atroz que ya va en hambruna.
La gran mayoría de los israelíes y de los palestinos son víctimas de sus dirigentes, y deberían unirse para ponerle fin a esta guerra.
