La semana pasada me quedé a mitad de camino con el tema de la cancelación. Decía que hay que diferenciar dos casos: 1) cancelar a alguien que supuestamente cometió un delito y 2) cancelar para silenciar a alguien por estar en desacuerdo con lo que dice. Esto último no tiene justificación; no existe delito de pensamiento. Pero, dada la manera como se cancela y hablando en términos generales, ambos casos son reprochables y eso debido al afán de los canceladores por obtener un castigo inmediato, máximo y sin apelación, lo cual asemeja lo que hacen las viejas prácticas del ostracismo y la justicia por propia mano.
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Debo reconocer, sin embargo, que hay un espectro muy amplio de casos de cancelación, algunos de los cuales son muy graves, como impedir que un profesor diga lo que piensa, y otros son leves o incluso inocuos, como dejar de seguir a alguien en una red social. Aquí solo me intereso por los casos graves, que son los más visibles.
Quienes cancelan lo hacen asumiendo dos cosas: 1) que la indignación de la víctima es un sentimiento puro, producto de una injusticia incuestionable, y 2) que los mecanismos convencionales para tramitar esa indignación (jueces, instituciones universitarias, periodistas) son ineficaces y deben ser descartados. Ambos supuestos son, por decir lo menos, problemáticos.
En la sociedad hay mucha injusticia, quién podría dudarlo. Pero, así como hay injusticias que no se reconocen (las mujeres padecieron, durante siglos, atropellos de los cuales no eran conscientes), también hay indignación sin injusticia o al menos sin la injusticia que se reclama. No estoy diciendo que quienes cancelan no tengan buenas razones para indignarse, lo que digo es que tal cosa no está garantizada: como cualquier otro grupo militante, pueden cometer excesos y denunciar injustamente.
La indignación no es válida por el simple hecho de sentirse, ni siquiera si proviene de un grupo de personas marginado, pobre o vulnerable. ¿Quién dijo que las víctimas no se pueden equivocar? En Colombia tendemos a compensar su sufrimiento, que es y ha sido inmenso, otorgándoles una sobredosis de bondad, que no siempre tienen (muchas veces sí, otras no) y, además, no tienen por qué tenerla. Como dice la escritora africana Chimamanda Ngozi Adichie, en sus consejos para feministas: “Cuando le enseñes sobre opresión, ten cuidado de no convertir a los oprimidos en santos. La santidad no es un prerrequisito de la dignidad”.
Ningún grupo social está exento de cometer abusos y por eso, en sus reclamos, deben seguir los canales regulares de solución de conflictos. Ya veo venir el reproche: “Esos canales no sirven o, peor aún, están siendo manejados por los mismos victimarios”. No niego que eso puede suceder. Sin embargo, de tal cosa no se deriva una autorización para ejercer justicia privada. La solución al mal funcionamiento de esos procedimientos no es abandonarlos, como la solución a la mala policía no es acabar con ella.
De todos modos, este debate es un llamado de atención para que las autoridades, incluso las universitarias, se tomen en serio la necesidad de mejorar los canales institucionales para resolver conflictos.
El peor daño que le hacen los canceladores a la sociedad es legitimar las vías de hecho: bendecir el odio y la impaciencia que hay detrás de la indignación, como si tales cosas se justificaran en sí mismas. Si seguimos por ese camino, armaremos una guerra civil de las emociones, cada grupo defendiendo las suyas, y de ahí a la guerra de las armas hay, en Colombia estamos, un paso. Aún más cerca de eso (lo veo venir) es la posibilidad de que las propias víctimas empiecen también a ser canceladas.