Conocí a Juan Carlos Henao hace muchos años, cuando éramos estudiantes de Derecho y desertores de una Colombia que por esos tiempos era más violenta de lo usual. Nos encontramos en una de las famosas fiestas que él y su esposa, Vicky, organizaban para juntar a la diáspora latinoamericana en París. Esos encuentros eran rituales para celebrar la vida y la amistad, y en ellos Juan Carlos se desempeñaba como el sacerdote mayor, con las letras de las canciones sirviendo de textos sagrados y el baile, al mejor estilo caleño, de liturgia. Yo, danzador de malos pasos y demasiado tímido para navegar con fluidez en esas multitudes, admiraba y envidiaba la destreza de Juan Carlos para levantar el alma colectiva y para sintonizar a todos sus invitados en un ejercicio de evasión feliz de la realidad.
Hoy escribo esto, muchos años después de aquel encuentro en París, al día siguiente de que la imperturbable muerte acabara con él, con su gracia y su desparpajo, con su irreverencia, su informalidad y su capacidad para burlarse de todo y de todos, empezando por él mismo.
Los amigos, decía Aristóteles, tienen dos cuerpos y una sola alma. Algo parecido dijo Montaigne cuando sostuvo que los buenos amigos logran deshacer las costuras que unen sus almas. Conseguir esa alquimia espiritual no es fácil; se necesita de un talento especial que se despliega en tres pasos: ponerse en los zapatos del otro, entenderlo y complacerlo. Quien tiene esa disposición consigue amigos, no a la inversa. Para tener amigos hay que mostrarse amigo, como quien se vuelve valiente mostrándose valiente, o generoso mostrándose generoso.
La amistad es una virtud difícil de alcanzar. Es por eso que la mayoría de los mortales, a lo largo de nuestras vidas, solo alcanzamos a preservar un puñado de buenos amigos. Juan Carlos era uno de esos seres excepcionales que, con toda naturalidad, conquistaba una cantidad inverosímil de amistades. En alguna ocasión le dijo a uno de sus más cercanos, medio en broma, que él era uno de sus 50 mejores amigos de Bogotá. En esa exageración había mucho de cierto. No eran tantos como él decía, o como él quería, pero eran muchos más de los que yo he visto que alguien, bien dotado para la amistad, pueda conseguir.
Hice parte de su grupo de allegados. No fui uno de sus íntimos, pero en alguna ocasión, en una especie de rito de iniciación, me hizo sentir que yo pertenecía a los de su tribu y que de ahí en adelante él se comportaría conmigo como un amigo fiel, tal como lo hacía con los demás, y que el afecto que me tenía se valía por sí mismo y, por lo tanto, no era el resultado de lo que me correspondía luego de la división de su afecto entre todos sus amigos.
Los seres humanos cumplimos muchos roles en la vida que nos corresponde vivir: somos hijos, padres, esposos, profesionales, ciudadanos, vecinos, jefes, subordinados, etc. Juan Carlos tuvo un desempeño notable en su papel de profesional del Derecho: fue profesor de responsabilidad extracontractual del Estado, autor de libros importantes, presidente de la Corte Constitucional, rector de la Universidad Externado de Colombia y negociador de paz con las FARC. No he hablado de nada de eso porque sospecho que muchos, durante estos días de duelo, resaltarán sus virtudes profesionales, que fueron muchas. Aquí solo he querido exaltar su virtud de buen amigo: su extraordinaria capacidad para hacerse querer queriendo, para convertirse, de antemano, en el amigo que los otros quisieran tener.