Cuando escribo columnas no trato de convencer a mis lectores de lo que ya creen, con el fin de reforzar sus opiniones, lo cual, por supuesto, es legítimo y de hecho algunos columnistas lo hacen muy bien, sino de escribir algo que tal vez no hayan visto o pensado y que pueda mejorar su percepción de los hechos.
Esta columna es una excepción a ese propósito, porque lo que voy a decir ya muchos lo han señalado y lo único que hago aquí es reforzarlo. Se trata de lo siguiente: la andanada del ministro Benedetti de esta semana contra la magistrada Lombana que lo investiga es, por decir lo menos, inaceptable. No tengo conocimiento de los procesos que Lombana adelanta contra el ministro ni quiero defender sus actuaciones; más aún, en principio, no tengo una buena opinión de ella (leo en Infobae una noticia en la que se afirma que Lombana recibe una pensión de invalidez a pesar de ejercer como magistrada), pero eso es irrelevante en este caso, pues incluso suponiendo que la magistrada haya tomado decisiones abusivas contra Benedetti, su grosería no tiene excusa y no la tiene porque en una sociedad regida por instituciones esa no es la manera como se resuelven las diferencias.
Quiero insistir en lo malsana que es la intemperancia de los altos funcionarios del Estado para el desarrollo de la conversación pública, y para la democracia en general. Más que la expresión de la voluntad popular, la democracia es una conversación pública, o más precisamente, un sistema de reglas que tramita el intercambio de opiniones distintas y opuestas de manera argumentada y pacífica con el objeto de que los ciudadanos escojan la que más los convence. La calidad de un sistema democrático se mide por la calidad de esa conversación, lo cual se consigue con la transparencia, la honestidad intelectual o al menos el respeto de sus intervinientes. El insulto y la grosería no hacen sino perturbar ese diálogo y, eventualmente, sembrar las emociones que avivan la violencia. ¿Acaso hay que recordar que en Colombia ese paso del lenguaje vejatorio a los hechos luctuosos ocurre con una facilidad pasmosa?
Uno de los rasgos más alarmantes de las sociedades actuales es que premian la grosería y desincentivan la decencia. La tecnología digital no es ajena a ese fenómeno porque recompensa lo que hace ruido, no lo que vale ni lo que conviene y, como se sabe, lo que hace ruido es lo escandaloso, lo desaforado y, cómo no, lo vulgar. Ante la alternativa de hacer pasar un mensaje por medio de un argumento ponderado o por medio de un insulto altisonante la gente escoge lo segundo simplemente porque tiene más impacto, se ve más. De ahí que la falsedad y la indecencia estén haciendo carrera con tanta facilidad en las redes, en la política, en el periodismo e, incluso, en las relaciones sociales. Muchos asesores políticos saben que el éxito de su candidato depende más de su capacidad para mover las pasiones más primarias que de las buenas propuestas y por eso arman una campaña diseñada para alebrestar a la gente, no para convencerla (¿se acuerdan del plebiscito?). Nada de extraño tiene, en estas circunstancias, que personajes de pacotilla como Trump o Milei se hayan convertido en los modelos a seguir.
Todo lo que he dicho es obvio, elemental, porque se refiere al supuesto más básico de la convivencia social: el respeto. Por eso no debería tener que ser objeto de una columna. Pero, en los tiempos que corren, denunciar la indecencia de los gobernantes se ha vuelto una necesidad, así termine siendo una pataleta de ahogado.