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La injusticia del desorden

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Mauricio García Villegas
15 de abril de 2016 - 08:27 p. m.
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El ministro de Defensa Luis Carlos Villegas dijo el martes pasado que las “bacrim” se convirtieron en pequeñas organizaciones criminales que, si bien tienen capacidad de intimidación, no son paramilitares, sino criminalidad pura y simple.

El ministro insiste en la distinción entre grupos paramilitares y criminalidad ordinaria, como dando a entender que lidiar con esta última es una amenaza mucho menor que tener que lidiar con un grupo que quiere suplantar al Estado e imponer un orden social.

¿Realmente es menor la amenaza? Es probable que sea menor, pero no mucho menor; entre otras cosas porque de las bacrim a los paras hay un paso. Dice Villegas que hay tres bacrim grandes, unas 39 de tamaño mediano y unas 400 conformadas por entre seis y diez miembros. La sola presencia de estas bandas, esparcidas por casi la mitad del país, con miles de integrantes y de apoyos ubicados en redes de corrupción, con capacidad para neutralizar al Estado y amedrentar a la población, es algo que debería ser visto como un asunto de enorme gravedad. No hay que olvidar que lo más temible de esta criminalidad es su capacidad para camuflarse, para cooptar a la clase política regional y capturar las instituciones del Estado de tal manera que todo parezca normal.

En mi columna de la semana pasada decía yo que en Colombia se ha impuesto una tradición política que supone que la fuente de las mayores injusticias es el despotismo y que esa tradición nos ha hecho olvidar que la falta de un Estado eficiente y legítimo, capaz de hacer respetar los derechos de la gente, es una ignominia parecida. En ambos casos (por exceso o por defecto de autoridad) las personas quedan a merced del déspota de turno.

Pero hay algo más. La falta de eficacia engendra la falta de legitimidad. La gente le pierde el respeto a un Estado que no es capaz de hacer cumplir la ley y hacer respetar los derechos. Por eso, puestos a escoger entre un Estado legítimo pero ineficaz y un Estado ilegítimo pero eficaz, mucha gente pobre, sobre todo en los barrios populares y en los pueblos apartados del país, opta por lo segundo (o se convierte en desplazado). Ellos saben que en el desorden y en la falta de autoridad también se originan graves injusticias. Por eso es que el país está inundado de sitios en donde la gente humilde se acomoda (los ricos casi siempre se las arreglan) a los actores armados que ofrecen orden, casi con independencia de quiénes son, de la ideología que profesan y de los métodos que utilizan.

Muchos militantes de izquierda en Colombia suelen desconocer el hecho, a veces terrible, de que el anhelo de orden en la gente del pueblo es tan grande como el anhelo de justicia. Eso explica que el expresidente Uribe, a pesar de la manera atrabiliaria como gobernó este país, siga teniendo tanta ascendencia en los estratos bajos de la población.

A lo que conduce todo esto es a mostrar que cuando se trata de fortalecer al Estado hay que tener en cuenta que el orden y la legitimidad deben ir de la mano (no a la manera retórica de la “seguridad democrática”) y que un régimen despótico, con orden y sin legitimidad, es algo tan indeseable como un régimen anómico, con legitimidad y sin orden.

Así las cosas, en la periferia del país y también en centros urbanos tenemos que superar la situación actual de un Estado legítimo pero ineficaz; un Estado que, por engendrar pequeños tiranos que se valen del desorden, termina perdiendo su legitimidad. Pero también hay que evitar la tentación, que se ve venir con la candidatura presidencial del procurador Ordóñez, de un orden eficaz pero autoritario; un orden que, por engendrar el despotismo, terminará perdiendo su eficacia.

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