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El sistema educativo argentino fue concebido a finales del siglo XIX por el presidente Domingo Sarmiento, uno de los fundadores de la república. A diferencia de lo ocurrido en Colombia, en donde los liberales y los conservadores no se pusieron de acuerdo sobre el modelo de educación que debía regir (público o privado), en Argentina los liberales lograron impulsar la idea de que la democracia no puede funcionar sin un sistema educativo organizado por el Estado, gratuito y obligatorio, que garantice un mínimo de igualdad de oportunidades a la población.
Javier Milei quiere acabar con la idea de Sarmiento y para eso ha propuesto una Ley de reforma educativa que le entrega la educación a la escuela privada y su diseño y dirección a los padres de familia. El proyecto está inspirado en el ideal ético de recuperar “la libertad educativa, entendida como el derecho de toda persona (…) a enseñar y aprender conforme a sus propias convicciones” y de rescatar la libertad de la familia como agente natural y primario de formación de los niños.
Esto me recuerda un famoso debate sobre educación en la Revolución francesa entre Condorcet y Robespierre. Este último defendía un proyecto de ‘Educación Nacional’ fundado en la enseñanza de la virtud. El pueblo necesitaba de guías, de tutores, que lo lleven por el camino de la emancipación revolucionaria y de la rectitud moral y para eso estaba Robespierre, el primer maestro, también llamado “el incorruptible”.
Condorcet, en cambio, proponía un modelo de Instrucción Pública, concebido a partir de la enseñanza de la verdad científica. Dado que la Revolución necesita sacar a la población del oscurantismo, el Estado debe poner en marcha un gran sistema educativo que enseñe matemáticas, lógica probabilística y métodos cuantitativos, que son la base común de todas las ciencias, las naturales y las del hombre. La moral tendría así una base racional, con reglas universales y desinteresadas. Condorcet estaba convencido de que la razón es el lazarillo que conduce por el camino de la moral y de que la ciencia; al encadenar el progreso material al progreso moral, sirve para acabar con la maldad en el mundo.
El proyecto de Condorcet (que es el de la Ilustración) se puede criticar por darle un peso excesivo a lo racional y a lo científico; adicionalmente, el carácter estatal del proyecto no garantiza que sea bueno, como lo muestra el corporativismo sindicalista que impera en Colombia, México y otros países de América Latina. Pero, al menos en principio, es el mejor modelo posible porque está fundado en la búsqueda de la verdad y en la igualdad de oportunidades.
Los otros dos proyectos (que creíamos superados) son claramente nocivos y, a mi juicio, el peor es el de Milei, que no solo carga con el defecto del de Robespierre (subordinar la verdad, la ciencia y la razón a ideales éticos, religiosos o partidistas), sino que le agrega otro igual o peor, que es el de promover la desigualdad social a partir de la privatización de la educación. Si hay algo esencial que diferencie al Estado democrático del régimen monárquico es que atenúa la llamada “tiranía de la cuna”, es decir, que se resiste a bendecir la suerte social que cada persona tiene al nacer.
Cuando Milei vocifera su célebre “¡que viva la libertad, carajo!” solo tiene en mente la libertad de los privilegiados, no la de los pobres, encadenados a la miseria. Es muy conocida la burla de Anatole France contra ese tipo de libertad cuando decía que ella permite tanto a los ricos como a los pobres decidir si quieren o no dormir bajo los puentes o robar pan.
