“Todos los pueblos quedan marcados para siempre por sus épocas de grandeza”, dice Hugh Thomas en su libro sobre la guerra civil española. Es verdad, los países que han tenido un pasado glorioso batallan con el presente y eso debido a que, en los momentos de crisis, la sociedad se divide en dos: una mitad que exige adaptación a los nuevos tiempos y otra mitad que añora el pasado y se resiste al cambio. La guerra civil española, dice Thomas, puede entenderse de esa manera, como el enfrentamiento moral y bélico entre los nostálgicos del imperio católico y los liberales de la Europa moderna. Lo que está pasando en los Estados Unidos también puede ser visto así, solo que aquí los conservadores, además de querer restaurar la sociedad religiosa tradicional, desean reinstalar la supremacía blanca.
En los últimos años Donald Trump se convirtió en el líder de esa población y lo hizo con el eslogan nostálgico de Make America Great Again. Sus seguidores están repartidos a lo largo y ancho del país, pero tienen unas características definidas: son, por lo general, de raza blanca, tienen poca educación universitaria y están ubicados en zonas rurales o apartadas de los grandes centros urbanos. Es una población parroquial, convencida de ser la depositaria del alma nacional que nació con la Independencia, y hoy en día, alentada por Trump, no está dispuesta a convertirse en una minoría, ni a plegarse a los valores multirraciales y multiculturales que rigen en los grandes centros urbanos, como Nueva York o San Francisco.
La división entre tradicionalistas y modernistas no es nueva, pero se acentuó con la llegada de Trump hasta convertirse en una guerra política frontal que, como dice el columnista Thomas Friedman, acabó con los dos pilares de la democracia estadounidense: la confianza y la verdad. Trump logró convencer al Partido Republicano, y a sus seguidores, de que la suya es una guerra que merece ser ganada, incluso si ello implicaba cohonestar con la deshonestidad y la patanería.
Hace una semana Joe Biden era el candidato favorito en las encuestas y sus seguidores tenían la esperanza de que, como presidente, iba a restaurar la confianza perdida en el sistema político. Pero tal cosa implica no solo ganar las elecciones, es decir vencer en las urnas, sino ganar con una mayoría aplastante de la cual se derive una lección de no repetición con respecto a lo ocurrido durante los cuatro años anteriores. Lo primero es una victoria política, lo segundo es una victoria moral. Los demócratas conseguirán, muy probablemente, la primera de estas victorias, pero no la segunda y eso debido a que la mayoría aplastante ya no tuvo lugar. Al momento de entregar esta columna se siguen contando los votos y no se sabe todavía quién es el ganador.
Recuperar la confianza en las instituciones no será una tarea fácil. Trump se va, pero una parte de sus huestes se queda: la Corte Suprema, con una amplísima mayoría, y muy probablemente la mayoría republicana del Senado. Además, y esto es lo más preocupante, Trump es menos una anomalía del sistema político (un loco que se coló en el Partido Republicano) que un reflejo de la sociedad, más precisamente de esa mitad, o casi, que mantiene una idea de patria gloriosa sustentada en el racismo y la religiosidad.
Si algún futuro promisorio le espera a los Estados Unidos, este dependerá de su capacidad para superar esa idea de grandeza. Pero como sugiere Hugh Thomas y como lo demuestran los hechos actuales, esas nostalgias son difíciles de olvidar.
“Todos los pueblos quedan marcados para siempre por sus épocas de grandeza”, dice Hugh Thomas en su libro sobre la guerra civil española. Es verdad, los países que han tenido un pasado glorioso batallan con el presente y eso debido a que, en los momentos de crisis, la sociedad se divide en dos: una mitad que exige adaptación a los nuevos tiempos y otra mitad que añora el pasado y se resiste al cambio. La guerra civil española, dice Thomas, puede entenderse de esa manera, como el enfrentamiento moral y bélico entre los nostálgicos del imperio católico y los liberales de la Europa moderna. Lo que está pasando en los Estados Unidos también puede ser visto así, solo que aquí los conservadores, además de querer restaurar la sociedad religiosa tradicional, desean reinstalar la supremacía blanca.
En los últimos años Donald Trump se convirtió en el líder de esa población y lo hizo con el eslogan nostálgico de Make America Great Again. Sus seguidores están repartidos a lo largo y ancho del país, pero tienen unas características definidas: son, por lo general, de raza blanca, tienen poca educación universitaria y están ubicados en zonas rurales o apartadas de los grandes centros urbanos. Es una población parroquial, convencida de ser la depositaria del alma nacional que nació con la Independencia, y hoy en día, alentada por Trump, no está dispuesta a convertirse en una minoría, ni a plegarse a los valores multirraciales y multiculturales que rigen en los grandes centros urbanos, como Nueva York o San Francisco.
La división entre tradicionalistas y modernistas no es nueva, pero se acentuó con la llegada de Trump hasta convertirse en una guerra política frontal que, como dice el columnista Thomas Friedman, acabó con los dos pilares de la democracia estadounidense: la confianza y la verdad. Trump logró convencer al Partido Republicano, y a sus seguidores, de que la suya es una guerra que merece ser ganada, incluso si ello implicaba cohonestar con la deshonestidad y la patanería.
Hace una semana Joe Biden era el candidato favorito en las encuestas y sus seguidores tenían la esperanza de que, como presidente, iba a restaurar la confianza perdida en el sistema político. Pero tal cosa implica no solo ganar las elecciones, es decir vencer en las urnas, sino ganar con una mayoría aplastante de la cual se derive una lección de no repetición con respecto a lo ocurrido durante los cuatro años anteriores. Lo primero es una victoria política, lo segundo es una victoria moral. Los demócratas conseguirán, muy probablemente, la primera de estas victorias, pero no la segunda y eso debido a que la mayoría aplastante ya no tuvo lugar. Al momento de entregar esta columna se siguen contando los votos y no se sabe todavía quién es el ganador.
Recuperar la confianza en las instituciones no será una tarea fácil. Trump se va, pero una parte de sus huestes se queda: la Corte Suprema, con una amplísima mayoría, y muy probablemente la mayoría republicana del Senado. Además, y esto es lo más preocupante, Trump es menos una anomalía del sistema político (un loco que se coló en el Partido Republicano) que un reflejo de la sociedad, más precisamente de esa mitad, o casi, que mantiene una idea de patria gloriosa sustentada en el racismo y la religiosidad.
Si algún futuro promisorio le espera a los Estados Unidos, este dependerá de su capacidad para superar esa idea de grandeza. Pero como sugiere Hugh Thomas y como lo demuestran los hechos actuales, esas nostalgias son difíciles de olvidar.