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Los jóvenes y la ciencia

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Mauricio García Villegas
11 de febrero de 2023 - 02:05 a. m.
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Uno de los signos preocupantes del mundo actual es que muchos jóvenes están dejando de creer en la ciencia. Hace poco fue publicada en Francia una gran encuesta sobre este tema. Allí se muestra cómo los jóvenes confían menos en la ciencia que hace 50 años: en 1972, el 55 % tenía una visión positiva; el 38 %, una medianamente positiva, y el 6 %, una negativa. Hoy los datos son estos: el 33 %, positiva; el 41 %, medianamente positiva, y el 17 %, negativa. Mientras el 18 % de las personas mayores no creen en la teoría de la evolución, entre los jóvenes ese porcentaje asciende al 27 %. El 6 % de los viejos no creen que el ser humano haya llegado a la Luna, pero, tratándose de jóvenes, la cifra es del 20 %. Hay datos similares para los Estados Unidos y, aunque no conozco encuestas de este tipo en América Latina, mi sospecha es que aquí semejante descrédito es aún peor.

¿Cómo es posible tal cosa? Seguramente hay varias razones, pero se me ocurren dos. La primera es que, suponen, la ciencia no es neutral; está sesgada en defensa del statu quo y tal cosa está poniendo en peligro a la humanidad entera. Vivimos, dicen, en un mundo cada vez más tecnológico y por ende más dependiente de los avances de la ciencia, que nos está llevando al desastre. El problema con esta valoración es que confunde la ciencia con sus usos o sus aplicaciones. Los aparatos tecnológicos que nos venden en el mercado, las armas que usan los ejércitos, los fungicidas que matan a los insectos y los barcos pesqueros que arrasan con el lecho marino, todo esto es visto como una manifestación de la ciencia. Pero la ciencia es, ante todo, un método, una manera de investigar cuya regla de oro es que sus afirmaciones deben ser probadas y por eso siempre existe la posibilidad de falsear una teoría. Los usos de la ciencia, en cambio, suelen ser políticos: no son los científicos los que no quieren llegar a un acuerdo sobre el cambio climático, sino los gobernantes de los países.

La confusión entre la ciencia y sus usos se apalanca en la idea de que todo en la sociedad es político. Su gran inspirador es el filósofo francés Michel Foucault, quien mostró cómo el poder no solo viene del Estado, sino que pasa por todos los rincones de la sociedad: los sitios de trabajo, los hospitales, los centros educativos, la familia y también la ciencia. Sus textos fueron iluminantes en los años 80 e inspiraron a muchos, en particular a las feministas y a otros grupos identitarios. Yo mismo me beneficié de ellos para algunos de mis trabajos. Pero, como ocurre muchas veces con las ideas exitosas, fundadas en hechos ciertos, sus defensores exageran en sus alcances y se vuelven intransigentes y dogmáticos.

Al suponer que el trabajo científico está políticamente sesgado borran de un plumazo el esfuerzo de millones de personas que trabajan de manera incansable en el mundo con el objetivo esencial de mejorar el conocimiento de las cosas o, a lo sumo, de conseguir reconocimiento personal haciendo tal cosa. La comunidad científica no está exenta de errores, por supuesto (ninguna lo está), incluso puede vender su conocimiento a los intereses más siniestros. Pero esto es una perversión de su oficio, no su razón de ser.

Es importante distinguir ambas cosas pues, de lo contrario, con la intención de acabar con lo malo (el abuso de la ciencia) acabamos también con lo bueno (el avance del conocimiento). Y necesitamos de esto último y de muchos jóvenes involucrados en ello, para superar los desafíos que se vienen.

Una vez más se me acabó el espacio para desarrollar la segunda razón: las redes sociales. De eso hablaré la semana entrante.

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