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La semana pasada el profesor Robert Wintemute, del King’s College de Londres, especialista en los derechos de la población LGB (lesbianas, gays y bisexuales), fue invitado a dictar una conferencia en la facultad de derecho de la Universidad de MacGill (Montreal – Canadá). El título de su charla era, El debate sexo versus identidad de género en el Reino Unido y el divorcio de los LGB de los T (transexuales). Wintemute pensaba hablar de la evolución del derecho inglés en relación con el cambio de sexo y sobre algunas situaciones particulares en las cuales, según él, el sexo debe primar sobre la identidad de género. Una vez anunciada la conferencia, los grupos de estudiantes defensores de los derechos de los trans se manifestaron: exigieron que se cancelara el evento y, como tal cosa no ocurrió, se hicieron presentes el día de la conferencia, bloquearon el acceso al auditorio, le lanzaron harina al invitado y estropearon las paredes del edificio de la facultad, incluido un mural dedicado a los egresados distinguidos. Ante semejante clima de violencia, el decano decidió cancelar el evento.
Este me parece un caso típico de cancelación, y el hecho de que tenga lugar en un ámbito universitario, en donde, se supone, el conocimiento prima sobre la militancia y la verdad sobre las luchas sociales (primacía de lo uno no significa exclusión de lo otro), lo hace particularmente dañino y reprochable.
Es importante diferenciar este caso de aquellos en los cuales el origen de la protesta es un delito, o un supuesto delito. El ejemplo típico es el de alguien (por lo general un hombre que detenta una posición de autoridad) acusado de acoso, o peor aún, de violación. Como en el caso anterior, los grupos militantes se lanzan, en gavilla, para denunciar, bloquear, silenciar y excluir a la persona acusada del ámbito público. En el primer caso, el del profesor y su teoría sobre derechos LGB, no hay supuesto delito porque en las sociedades democráticas, y desde hace por lo menos un par de siglos, se suprimió el delito de pensamiento. En el caso del supuesto acosador hay un delito, al menos hipotético, y la gente tiene derecho a denunciarlo, incluso en gavilla y a exigir justicia.
Ambos casos aluden a la distinción entre discurso y acto, que en democracia es fundamental, porque, al menos en principio, la tolerancia con las opiniones debe ser más fuerte que con los actos. Hay por supuesto casos intermedios: opiniones que son muy cercanas a los actos, como los discursos de odio, y actos que parecen a las opiniones, como quemar una bandera. Pero, repito, en términos generales, la distinción existe y no se debe borrar, que es justo lo que quieren hacer hoy ciertos grupos identitarios.
Lo que encuentro reprobable en ambos casos es el afán de las víctimas, o de quienes las representan, de obtener un castigo inmediato, máximo y sin apelación. Se revive así la vieja práctica del ostracismo que existía en las sociedades antiguas: “a los que no nos gustan los desterramos, así sea en su propia tierra”, parecen decir los activistas de estos grupos. Esto tiene problemas de exceso y, peor aún, de error: es posible que el destierro sea un castigo desmesurado para la conducta que se cometió o, más grave aún, que la persona sea inocente. Todo esto se origina en la pretensión de “tomar la justicia por mano propia”, que a veces castiga al culpable y a veces al inocente, lo cual es inaceptable.
La justicia privada de la cancelación tiene otras implicaciones, incluso más graves. Pero se me acabó el espacio y por eso retomaré el tema la semana entrante.
