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Mea culpa liberal

Mauricio García Villegas

20 de septiembre de 2025 - 01:54 a. m.

En la década de los ochenta, la derecha era individualista, a tal punto que Margaret Thatcher llegó a decir que “la sociedad no existe, tan solo los individuos”. La izquierda, en cambio, defendía los valores colectivos, la solidaridad e incluso la humanidad. Pero en la última década esa relación parece haberse invertido, sobre todo en los Estados Unidos, con una derecha religiosa y una izquierda de luchas identitarias. La diferencia no es tajante y tiene mucho de retórica política, pero existe y es significativa.

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¿Cómo ha sido posible ese cambio en la derecha republicana? Sospecho que surge (tal vez se aprovecha) del hastío que existe en mucha gente, sobre todo joven, con el individualismo hedonista que reina en la sociedad de consumo y en las redes sociales. La popularidad de Charles Kirk, asesinado esta semana en Utah, en defensa del “nacionalismo cristiano”, no debe ser ajena a la búsqueda de sentido colectivo de muchos jóvenes. No estoy diciendo que esa derecha tenga razón (de hecho, se vale de una retórica engañosa) tan solo estoy tratando de entender por qué tiene tanto éxito y la respuesta que encuentro es que le ofrece a la gente ideales englobantes que le dan sentido a la vida, en medio de una sociedad en la que tanto la izquierda como los liberales han descuidado los ideales colectivos.

No me gusta casarme con una ideología, pero si tuviera que escoger una diría que soy un liberal igualitarista (un liberal de centroizquierda, si quieren) que cree en la racionalidad, la tolerancia, la duda, la conversación difícil, la investigación y el respeto a las opiniones ajenas. Pero viendo lo que está pasando con el ascenso de la derecha colectivista y cristiana me pregunto si los liberales no hemos contribuido, con nuestro escepticismo y nuestra neutralidad, a veces demasiado prevenidas y desdeñosas de las militancias y de la fe religiosa, a que todo esto ocurra. Tal vez con esa actitud (ese retiro) les hemos abierto las puertas a los predicadores y a los utopistas. Tal vez nos equivocamos en calificar todo lo que no es razonable como charlatanería, lo cual nos llevó a ausentarnos de los debates impulsados por líderes dogmáticos y a dejar que otros, más apasionados, más crédulos y más comprometidos que nosotros se apoderaran de las redes y del debate público. Jonathan Haidt ha mostrado los estragos que el mundo digital está causando en los adolescentes de la llamada generación Z (nacidos entre 1995 y 2010), pero también advierte que los hijos de las familias conservadoras, que van a misa los domingos y están en contacto con sus comunidades de fe, han resistido mejor al embate aislacionista de los celulares y las redes sociales que los hijos de los liberales: se deprimen menos, se suicidan menos y viven más felices. No es Dios quien los salva, por supuesto, sino su apego a un modo de vida más tradicional, con más redes reales (no redes sociales) de afectos cuerpo a cuerpo, de contacto físico.

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Tal vez los liberales no vimos el valor que hay en esos lazos comunitarios y la izquierda, por su parte, no se dio cuenta de que con su énfasis en las identidades estaba desgarrando el tejido social.

Hacen falta ideales gregarios que nos saquen del individualismo disolvente que hoy impera. Esos ideales son, a mi juicio, los de la socialdemocracia, un pensamiento que combina lo mejor de las tradiciones liberal (Locke), socialista (Marx) y demócrata (Rousseau). No se necesitan agitadores iracundos para promover la socialdemocracia, pero tal vez quienes creemos en ella hemos supuesto, ingenuamente, que es tan razonable y valiosa que se defiende sola. Ahora vemos que no es así.

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