En marzo de 2016 escribí la columna más dolorosa de todas las que he escrito en los casi 20 años que llevo en este oficio. En ella anunciaba la muerte de mi padre, un viejo de 89 años que gozaba de una salud envidiable, luego de ser atropellado por un motociclista desaforado que lo elevó por los aires cuando intentaba cruzar la calle 80 en la ciudad de Medellín. Desde entonces he escrito muchas columnas sobre los muertos de las vías en Colombia y en particular sobre la responsabilidad que les cabe a los alcaldes en esa tragedia por no tomar las medidas que se necesitan (control de la velocidad) para proteger la vida de las personas que circulan en las vías públicas: más de 8.000 mueren cada año y en más del 70 % de los siniestros que causan esas muertes hay una moto involucrada.
Pero esta es una tragedia invisible: cada familia padece su duelo en silencio y ni siquiera espera que la noticia de su fallecido aparezca en los medios. La irresponsabilidad de los alcaldes se escuda en esa invisibilidad. Saben que el control de la velocidad tiene un costo político alto, sobre todo cuando se trata de las motos, y también saben que el costo político de no hacer nada es muy bajo o nulo, porque, como digo, la tragedia colectiva no se ve. Muchos de esos muertos de las vías públicas se habrían salvado si esos alcaldes hubiesen tomado las medidas adecuadas. Podrán evadir los costos políticos de no haber intentado salvar esas vidas, pero no su responsabilidad moral.
Pensé que nunca tendría que volver a escribir una columna como la de aquel marzo de 2016, pero me equivoqué. El sábado de la semana pasada, en Chinauta (Cundinamarca), un automóvil que iba a gran velocidad atropelló a mi tío Samuel García mientras conducía su moto; el impacto fue tal que murió al instante.
Samuel fue una persona muy importante en mi infancia. Ningún adulto, ni siquiera mis padres, se interesó tanto por saber qué pensaba yo en esos años. Luego, en mi temprana adolescencia, hizo todo lo posible por aliviar mi angustiada confusión en asuntos de fe. Pero, más que eso, Samuel fue un sacerdote vicentino que dedicó toda su vida a los pobres y a practicar los evangelios, como lo fueron sus seis hermanos, todos ellos religiosos. Hace algunos años lo visité en San Vicente del Caguán, uno de los muchísimos sitios en los que vivió haciendo apostolado. Cuando entré a su cuarto me dio la impresión de visitar a un mecánico que vive en su taller: las paredes estaban tapizadas de herramientas, de frascos con tornillos y tuercas de todos los tamaños, y de materiales para arreglar todo tipo de cosas, desde una plancha hasta el motor de un carro viejo. La vida de Samuel transcurría entre su fe inquebrantable en el dios de los cristianos y la reparación de las cosas que se dañan. En medio de esos dos mundos, tan distantes y tan unidos por su fe, estaba la gente que convivía con él y que se beneficiaba de su compañía, de sus consejos, de su desbordante afecto y del arreglo de sus utensilios.
No escribo esta columna para hablar de mi tío y de la maravilla de persona que fue. Muchos han tenido la fortuna de tener tíos fenomenales como los que yo he tenido. Ese es un tema personal. Allá yo con mi dolor. Hablo de él porque su muerte hace parte de una tragedia colectiva que es producto de un desorden inmenso, pero remediable; una tragedia de jóvenes apresurados y a veces imprudentes, que matan a viejos lentos y a veces despistados. Lo hago para mostrar una, tan solo una, de las caras de esta tragedia invisible.