Los latinoamericanos seguimos anclados en estructuras premodernas: latifundio, clientelismo, desigualdad social, corrupción, esoterismo, irracionalidad y cultura del honor. Pero también vivimos en un mundo posmoderno, de consumo globalizado, de mitos sin alma, de ideologías sin crédito y de comunicaciones fugaces. Y en el medio, un vacío, o casi. Cabalgamos entre lo premoderno y lo posmoderno sin haber pasado, o muy poco, por la modernidad.
Simplificando las cosas, digamos que lo característico del mundo premoderno es el estatus (las personas valen por sus apellidos, sus títulos o sus posesiones), lo esencial del moderno es la ciudadanía (las personas valen igual, por el solo hecho de ser personas) y lo primordial del posmoderno es la identidad (las personas valen por el grupo al que pertenecen). Cada una de esas tres etapas busca remediar un tipo de problema: la llamada “tiranía de la cuna”, en el primer caso; la falta de un Estado de bienestar, en el segundo; la discriminación, en el tercero. En Europa, todo esto estuvo ordenado de manera secuencial, es decir, cada nueva etapa empezaba cuando maduraba la anterior. En América Latina, en cambio, pasamos de una etapa a la otra sin que la precedente hubiese dado sus frutos, con lo cual las demandas del pasado se acumulan con las nuevas. Luchamos contra la discriminación sin haber resuelto la desigualdad social y sin haber construido un Estado de bienestar.
Hoy la suerte de las personas sigue estando, en buena medida, determinada por el nacimiento: los ricos son hijos de ricos y los pobres son hijos de pobres. Sin embargo, a pesar de esta injusticia monumental, la gran preocupación cultural y política del momento, al menos en las redes sociales, parece ser las luchas identitarias de grupos discriminados o de víctimas, todo lo cual es importante y necesario, pero opaca aquella injusticia asociada al nacimiento. Hace 50 años la actividad política giraba en torno a los intereses materiales: el salario, la propiedad privada, las clases sociales, los bienes públicos. Hoy gira en torno a las identidades, las representaciones, el lenguaje y las víctimas. Los políticos de hoy dependen de las redes clientelistas, de los favores de los caudillos locales, del intercambio de votos por prebendas, tal como en el pasado premoderno, pero ahora hacen marketing en redes sociales, con mensajes evanescentes y valiéndose de algoritmos. El Estado de bienestar, por su parte, solo lo hemos tenido en pequeñas dosis, de manera parcial y con muchas deficiencias, pero la gente progresista de hoy sospecha del Estado y lo que quiere es desmontarlo. La ciencia, por su parte, ha sido escasa en nuestro medio, pero muchos estiman que está parcializada y prefieren reemplazarla (lo poco que tenemos) por otros saberes, ancestrales a veces, esotéricos casi siempre, que saltan de lo antiguo a lo posmoderno.
Cuando escribo esto me entero de la crisis gubernamental de esta semana en Colombia. Siete ministros fueron reemplazados, entre ellos el de Hacienda, José Antonio Ocampo, que representaba la moderación y el saber en el gabinete. El presidente anuncia un “gobierno de emergencia”, más alejado del Congreso y más cerca de la calle. No sabemos bien qué significa eso, pero no suena bien. Cuando Petro no puede resolver los problemas de su gobierno por la vía práctica, es decir, la del consenso y la institucionalidad, los “resuelve” por la vía populista. Así, lo político, con sus imágenes de cajón, absorbe lo social, con sus conflictos de intereses intactos. Este puede ser un ejemplo más de abandono de lo moderno, con sus instituciones y sus reglas, por la liviana realidad posmoderna de imágenes y palabras.