Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Permítame empezar con una simplificación: cuando uno tiene un conflicto con alguien lo puede resolver por las malas o por las buenas. Claro, también puede haber una combinación de ambas cosas, pero por ahora, como dije, me limito a lo simple. Algo parecido pasa con los conflictos políticos. Cuando el pueblo o una parte de él se levanta contra un gobierno puede hacer valer sus demandas por las malas o por las buenas y la misma alternativa tiene el gobierno cuando enfrenta las protestas. En el primer caso (por las malas) se hiere o se mata, se destruyen bienes públicos y se malogra el curso de la vida social. En el segundo caso (por las buenas) se marcha, se usa la comunicación simbólica y se evita la perturbación de la vida en sociedad.
Un ejemplo histórico de lo que digo puede verse en el contraste entre Martin Luther King y Malcolm X, dos líderes del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos. Mientras King predicaba la no violencia en nombre de la humanidad y de la inclusión, Malcolm X defendía la violencia y la creación de una nueva sociedad dominada por el “poder negro”. El gran contraste entre ambos estaba en la manera como veían a sus enemigos. Mientras King los trataba con dignidad y respeto, sabiendo que ellos también harían parte del cambio social que proponía, Malcolm X denigraba de ellos y los excluía de la nueva sociedad que soñaba para su pueblo.
Prefiero la opción no violenta y mis razones son estas. La primera es moral y obedece a la consigna humanista de tratar a los enemigos sin despojarlos de su dignidad. La segunda es cognitiva e invita a desconfiar de los odios. Los humanos les atribuimos a nuestros enemigos una maldad mayor de la que en realidad tienen y subestimamos el peso que las circunstancias y la historia tienen en sus acciones. A menos que nuestra propuesta sea crear una tiranía que elimine a los enemigos, deberíamos actuar menos como inquisidores exaltados y más como políticos realistas que piensan en cómo construir una mejor sociedad con ellos. Siempre hay que tener en mente el peligro de que las víctimas de hoy, en la oposición, se conviertan mañana, cuando lleguen al poder, en victimarios. No solo exageramos la maldad de los malos sino la bondad de los buenos y por eso no anticipamos las tensiones, incluso las luchas, que surgen al interior de un grupo político cuando llega al poder y se libera de sus viejos enemigos.
Mi tercera razón es práctica y está ligada al hecho de vivir en Colombia, un país en el que todo se complica, entre otras cosas, porque con mucha frecuencia el conflicto es aprovechado por paramilitares y subversivos. Por eso y por la dinámica misma de la confrontación, las violencias de lado y lado se alimentan y fortalecen de manera recíproca.
Soy consciente de que a veces hay buenas razones para justificar la violencia, sobre todo cuando es una respuesta a los abusos sistemáticos de las fuerzas del orden. No obstante, incluso en esos casos, la violencia es una trampa que nos empeora porque propicia el encadenamiento de aquello que don Carlos E. Restrepo denominaba “los viejos queridos odios”. Y en medio de esa situación, cercana a la guerra civil, las propuestas autoritarias salen triunfando.
Por eso estoy en desacuerdo con la gente que cree que quienes, por razones justas, se enfrentan por las malas al Gobierno gozan de estas dos condiciones: 1) se toman la injusticia más en serio y 2) acometen esa lucha de manera más eficaz. La historia de Colombia muestra que casi siempre se equivocan en ambos juicios.
