Los seres humanos somos impacientes y eso no siempre obra en nuestro beneficio. Considere usted el siguiente experimento: a un niño se le entrega una golosina y se le dice que si consigue no comérsela en los siguientes diez minutos, recibirá una segunda. Este es el famoso experimento del masmelo, ideado por el profesor de la Universidad de Stanford Walter Mischel en 1972. El estudio de Mischel, hecho con muchos niños a los cuales se les hizo luego seguimiento durante varias décadas, encontró que aquellos que lograron esperar tuvieron más éxito en sus objetivos: sacaron mejores notas en el colegio y en la universidad y lograron mejores empleos.
A los países les pasa algo parecido: los que planean su futuro, no se enfrascan en la coyuntura y hacen sacrificios avanzan más. Claro, no es una fórmula mágica pues hay otras variables que cuentan, como la geografía, los recursos, la herencia cultural, el sistema político, etc. Pero, bajo condiciones similares, los países que hacen sacrificios planificados en el presente obtienen mejores resultados. Esto parece una verdad de Perogrullo, algo así como decir: “A los que hacen las cosas bien les va mejor que a los que hacen las cosas mal”. Pues sí, en asuntos sociales a veces lo evidente es no solo lo más escaso sino lo más difícil de lograr.
Una buena ilustración de lo que digo es la llamada “enfermedad holandesa” que consiste en tener una economía atrofiada y perezosa por el hecho de disponer de un recurso mineral abundante y relativamente fácil de conseguir. Los países cuyas economías dependen del petróleo, por ejemplo, importan barato, consumen mucho, no desarrollan la industria y, para volver al inicio, se comen la primera golosina sin esperar más. Hay excepciones, como Canadá, que usan sus ganancias para invertir en proyectos de mediano y largo plazo. Pero la gran mayoría de los países, entre ellos Colombia y Venezuela, destinan esos recursos para cubrir gastos ordinarios.
Hoy tenemos una crisis social y política de grandes proporciones, caracterizada por un hondo malestar popular, visible sobre todo en una juventud que se siente frustrada por la falta de oportunidades para estudiar y trabajar. A esto se suma el hecho de que los colegios y universidades han estado cerrados durante más de un año y que los costos derivados del menor aprendizaje que resulta de esa anomalía se pagarán durante muchos años más, quizás durante toda una generación.
¿Tiene algún sentido, en estas condiciones, hacer sacrificios hoy para obtener más en el futuro? Alguien me dirá que no, que este momento no da para otra cosa que apagar incendios. No lo creo. ¿Por qué no pensar en esta crisis como una ocasión para repensar el modelo económico y social del país, haciendo de la educación el objetivo esencial y de largo plazo? Dado que el actual precio del petróleo es alto y que este recurso se acabará pronto (la Comisión Europea prohibirá la venta de autos combustibles después de 2035), ¿por qué no pensar en invertir ese dinero, al menos durante la próxima década, en el sistema educativo? Mi argumento no solo es de justicia social, sino también económico: la educación, todos los países ricos lo saben, es un gran motor del desarrollo. Como dice Andreas Schleicher, la producción de conocimiento es “la moneda global de las economías del siglo XXI; pero como no hay un ‘banco central’ que imprima estas monedas, cada país debe decidir por sí mismo cuánta cantidad de esta moneda imprime”. Claro, es una moneda que no se entrega de inmediato. Hay que esperar años, décadas quizás, para recibirla. Pero esa paciencia, como en el caso de los niños que logran esperar, da frutos con creces.