En una columna publicada esta semana en La República, Jorge Iván González habla de la crisis de la Universidad Nacional. Sostiene que el debate actual por la rectoría no puede dejar de lado los problemas de fondo que aquejan a esta institución. Tiene razón; pero ambas cosas son importantes y, en todo caso, la segunda (los problemas) no elimina la primera (el debate sobre la rectoría). Aquí sólo me ocupo de los problemas de la universidad pública y de su sistema de gobierno.
Uno de ellos, dice González, es la excesiva burocratización. El número de profesores (aproximadamente 3.000) es igual al de administrativos, lo cual implica un exceso de los segundos. En las mejores universidades del mundo suele ser de dos por uno, o incluso menor. En algunas universidades públicas del país, agrega González, esa proporción puede ser de 1 a 1,5, lo cual es muestra de un “aparato clientelista ajeno por completo a la excelencia académica”.
En los debates de estos días, sostiene González, se ha partido del supuesto de que “la universidad pública es intrínsecamente buena”, lo cual no es cierto. Si bien es la mejor de las públicas, tiene problemas graves. Recibe los mejores estudiantes del país, pero “la tasa de graduación es de solo el 70 %, cuando debería ser superior al 90 %”. De otra parte, a pesar de un complejo sistema de pares evaluadores, la universidad es incapaz de separarse de los malos profesores, “lo cual es un lastre que le impide avanzar hacia la calidad”. A esto se suma, agrego yo, el problema de los salarios exorbitantes de algunos profesores (pocos, es cierto) que se han aprovechado del sistema de puntos por publicaciones. Ese sistema es un buen incentivo académico, pero está mal diseñado porque no establece un límite al eventual incremento salarial.
Yo también, como Jorge Iván González, he hecho casi toda mi carrera académica en la Universidad Nacional. Me siento parte de esa institución y soy un defensor de la educación pública. Si alguien duda de lo que digo puede leer el libro La quinta puerta, que edité en compañía de mis colegas Leopoldo Ferguson y Juan Camilo Cárdenas y en el cual hacemos una defensa radical de la educación pública y pluriclasista, tal como ocurre en los países desarrollados, incluso en algunos de América Latina.
La pregunta que me hago, con Jorge Iván González, es si la democratización del gobierno universitario agrava o resuelve los problemas de la universidad pública. Así como en el ámbito político se habla hoy del poder constituyente, algunos han propuesto (la idea no es nueva ni es necesariamente petrista) que la academia se rija por un poder constituyente. En ambos casos estoy en desacuerdo: la idea de cambiar la constitución para resolver los problemas actuales del país (o, mejor, los del Gobierno), me parece inconveniente. Con mayor razón me parece mala la idea de poder constituyente universitario. La democratización no funciona en todos los ámbitos de la sociedad y el académico es uno de ellos. No quiero decir con esto que la participación de los estudiantes y docentes deba excluirse, ni tampoco que todo gobierno universitario no democrático sea, de entrada, bueno. No tengo espacio para desarrollar mi idea del gobierno universitario; lo haré en próximas columnas. Por ahora solo señalo esto: en un país con costumbres clientelistas tan arraigadas como el nuestro, una democratización de su sistema de gobierno solo agravaría los problemas actuales. No alcanzo a dar ejemplos de lo que podría ocurrir si las universidades son capturadas por el clientelismo, pero ustedes se los imaginan.