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Cuando comparo el mundo de hoy con el de la segunda mitad del siglo pasado, tengo la impresión de que todo se llenó de gente y, además, de que todo se llenó de gente con perros en las calles, en los parques, en aviones, en restaurantes, en centros comerciales y en hoteles, a tal punto que esa muchedumbre de mascotas le ha cambiado la cara a las ciudades.
El amor por los perros se ha vuelto un asunto casi tan importante como el amor filial. ¿Algún rasgo de la sociedad actual que ayude a explicar este fenómeno? Sí, en ciudades cada vez más densas y con menos lazos comunitarios, los perros acompañan y no pocas veces alivian la soledad de la gente, incluso la depresión. Pero hay algo más; estos animales ofrecen tres cosas que todo el mundo anhela: afecto incondicional, reconocimiento y poder de mando. La incondicionalidad del afecto de los perros es algo extraordinario (solo en los padres se ve algo así) porque siempre están ahí para sus dueños, voleando la cola y lamiendo sus manos con una devoción que nunca desfallece. El ser humano, de otra parte, siempre busca gente que lo alabe, lo aprecie o, al menos, lo tenga en cuenta (de ahí la obsesión por obtener likes o simplemente “vistas” en las redes sociales) y los perros ofrecen algo de eso porque viven pendientes de su dueño, de lo que hace o deja de hacer, de lo que siente. Por último, los perros ofrecen una sumisión abnegada y una obediencia incondicional, que también son una fuente de satisfacción para los humanos.
Todo esto explica, y justifica, la presencia masiva de perros en las ciudades. Pero un fenómeno de semejante envergadura no deja de tener inconvenientes. Hace unas tres o cuatro décadas, la gente permitía que los perros defecaran en la mitad de las aceras o en los prados de los parques de las ciudades. Llegó a tal punto la inmundicia urbana que muchos empezaron a protestar y por eso se adoptó la costumbre, hoy ampliamente acatada, de recoger la caca de las mascotas. Con el ladrido de los perros en lugares cerrados (restaurantes, centros comerciales) no ocurre lo mismo, al menos en Colombia. En ciudades como Barcelona, Berlín o Viena, los perros solo pueden ingresar al transporte público y, en algunos casos, a restaurantes y a centros comerciales, con bozal y correa. En Bogotá, en cambio, tengo la impresión de que los dueños de los perros tienen poca conciencia de las molestias que causan los ladridos de sus mascotas cuando están en sitios cerrados. Alguien me dijo alguna vez que uno no se debía quejar de que un perro ladre en un restaurante, de la misma manera que no nos quejamos cuando un bebé llora. No creo que sea lo mismo: el llanto del bebé es algo que, en principio, los padres no controlan, el ladrido del perro, en cambio, puede ser controlado de varias maneras, incluida el uso de un bozal.
Me dirán algunos lectores que escribo esto porque no me gustan los perros, pero no es así. Como buen hijo de veterinario siempre me han gustado los animales, incluidos los perros y también tengo uno, compartido, que vive en el campo. Pero incluso si no me gustaran, eso no invalida mi argumento. Escribo esto porque me interesa la cultura ciudadana, no porque me molesten los perros.
A propósito, la expresión pet-friendly siempre me ha parecido ambigua: por un lado, significa que “se admiten mascotas”, pero, por el otro, la gente lo toma por su sentido literal, es decir, por “somos amigos de las mascotas”, dando a entender que quien no admite perros en un lugar es enemigo de ellas. No es así, tan solo es un tema de cultura ciudadana, no de desamor perruno.