Cuando yo era niño y se podía jugar fútbol en las calles por el poco tráfico que había, al regreso del colegio improvisábamos una cancha en medio de la vía pública con dos porterías de palos imaginarios que se alzaban sobre camisetas puestas en el piso. Al principio jugábamos solo por diversión y no contábamos los goles, pero cuando crecimos empezamos a disfrutar de la competencia y a llevar la cuenta de los tantos, aunque con esas porterías fingidas las dudas sobre si había habido gol o no eran muy frecuentes y no faltaba el alborotado que terminaba armando una pelea cuando la decisión colectiva le era adversa. Para evitar esas molestias, optamos por poner un árbitro, asignado por turnos entre nosotros, de tal manera que hubiese una voz que despejara las dudas. Así se calmaron los ánimos y el juego fue más divertido.
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No inventamos nada; solo hicimos uso de la sabiduría elemental que recomienda poner orden para evitar conflictos. Todos sabemos que cuando hay reglas claras, justas y efectivamente aplicadas, la gente obedece serenamente, y que cuando no hay nada de eso y el resultado del juego depende de la fuerza o de la astucia de cada cual, la gente se ofusca y pelea para salir avante o simplemente para defenderse. Si alguien reparte golosinas en un colegio y no organiza una entrega ordenada, por ejemplo, a partir de una fila, es muy probable que se arme un hacinamiento de niños del cual saldrán perdiendo los más débiles o los más tímidos. No solo es un asunto de niños: está pasando con los alimentos, muy escasos, que llegan a Gaza y que se entregan sin ningún orden a la población hambrienta, dando lugar a una degradación humana que parece complacer a las autoridades israelitas. Cuando escribo esto me entero de que hoy murieron 20 en ese desorden.
Digo todo esto porque estamos perdiendo la sabiduría del orden justo: me refiero al orden jurídico en general, en crisis o amenazado en muchos países, incluida Colombia, pero sobre todo el orden jurídico internacional actual, concebido después de la Segunda Guerra Mundial y consagrado en el derecho internacional. A pesar de que sus reglas no siempre son justas (como el derecho al veto otorgado a las grandes potencias en el Consejo de Seguridad) ni mucho menos eficaces, funcionó relativamente bien hasta finales del siglo pasado. Pero hoy, con el aumento del populismo en los Estados Unidos y en Rusia (para no hablar de Israel, China, India y Turquía) se ha impuesto la idea imperial (del pasado) de que las potencias solo están obligadas a acatar el derecho en la medida en que sea compatible con sus intereses nacionales, que es tanto como decir que ese derecho no existe. Basta ver la impunidad con la que el gobierno de Netanyahu adelanta su proyecto de ocupación del territorio palestino; la invasión, también impune, de Ucrania por parte de Rusia; y, más recientemente, la apertura de Alligator Alcatraz, un campo de concentración para refugiados en la Florida, que es parte del menosprecio del presidente Trump por el derecho internacional y la soberanía de los pueblos.
Me pregunto si no estamos viviendo algo parecido a lo que vivieron los europeos en la década de los treinta, cuando los odios se apoderaron del pueblo alemán y derribaron su Estado de derecho bajo el liderazgo de un dirigente arrollador y enajenado, y cuando el resto de los países europeos (como lo dice Stefan Zweig en sus memorias) no supo qué hacer ni cómo prevenir la catástrofe que estaba a punto de ocurrir. Hoy, como antes, estamos en un limbo muy peligroso: entre un orden internacional que ya no funciona y otro que todavía no se ha inventado.