En Colombia tenemos una particular incapacidad para ver más allá del tiempo comprimido entre dos elecciones presidenciales. Lo he dicho muchas veces en esta columna: la política electoral define nuestro universo cognitivo y por eso los problemas que nunca resolvimos en el pasado los derogamos en la mente como si eso mejorara las cosas.
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Estoy exagerando, lo sé. En Colombia también hay voces que nos invitan a ver el largo plazo y en esta columna hablaré de dos de ellas y de lo que dicen sobre uno de los problemas que, desde la Independencia, nunca hemos podido resolver: la falta de educación.
La primera es la de don Moisés Wasserman en un libro que acaba de publicar y que se titula La educación en Colombia. Wasserman reconoce, con su habitual tono analítico y ponderado, que ha habido avances importantes en cobertura educativa, pero señala, entre otros, gravísimos problemas de falta de calidad y de inequidad. “El sistema educativo falla”, dice, “en su objetivo fundamental que es el aprendizaje. Bien sea por el método pedagógico, por los textos y ayudas, por la preparación de los maestros o por una mezcla de todos estos factores, el hecho ineluctable es que el aula no está respondiendo a las expectativas”. La educación en Colombia es, además, esencialmente inequitativa, dice Wasserman: los pobres (y peor aún los campesinos pobres) son los que reciben la peor educación. Luego de analizar distintas pruebas de conocimiento (Pisa, Saber 11, etc.), Wasserman concluye que esos resultados equivalen a decir que los alumnos de estrato uno estudian solo 6,4 años de los 11 años que estudian sus compañeros del estrato cuatro.
Cuando terminé de leer el libro de Wasserman recordé, gracias a una conversación que tuve con Esteban Carlos Mejía, la segunda voz: un discurso de Alberto Lleras Camargo, al inicio del Frente Nacional. Dice Lleras, con un tono muy distinto, que la educación debería ser “la más poderosa misión nacional, el más formidable apetito, la exigencia primera de todo colombiano”; esa es “nuestra auténtica revolución de independencia”. Lo que pasa, dice Lleras, es que “como la fórmula es elemental y tan antigua como el mundo, andamos a tropezones, buscando otras y tratando de saltarnos esa etapa sin cuyo pasaje forzoso ninguna revolución ni acción de justicia social ha pasado de ser un tumulto”. Los colombianos, agrega, “no estamos todos convencidos de que las demás tragedias, la violencia y la inseguridad, la ineptitud y la miseria, el mismo desprecio de la vida (…), tienen origen en que somos un conjunto de seres amontonados en el territorio sin que la escuela esté tejiendo entre nosotros la urdimbre de una nación consciente”. Eso sí, no le restamos la alabanza: “nos contentamos con pagar un tributo de palabras a esa obligación imprescriptible”. “En mi opinión”, concluye Lleras Camargo, “no existe un catálogo de prioridades en las necesidades de la república, con ser tan variadas e intensas, como la educación y ello mucho antes que los caminos, que las armas, que los hospitales, que la técnica, que la comida y que la higiene”.
Hay pues voces que nos ayudan a ver más allá de la coyuntura electoral y que nos protegen contra la falsa ilusión de que las heridas del pasado se alivian con el olvido. Pero esas voces son escasas, sobre todo en el mundo de la política, del periodismo y de las redes sociales que, en este país de sobresaltos, son los más visibles. Exageraba, pero no tanto.