¿Sirve la presión exterior a Venezuela?

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Mauricio Jaramillo Jassir
01 de agosto de 2017 - 03:00 a. m.
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No podría haber un peor momento para la concertación regional. Con la crisis en Venezuela el panorama se encamina hacia un riesgoso punto de no retorno. Tras la jornada electoral del domingo conducente a la elección de los asambleístas que redactarán un nuevo texto constitucional y, de paso, reformarán el Estado —empezando por la disolución de la Asamblea Nacional y la Fiscalía—, queda claro que la presión de los países de la región, aunque loable y probablemente sincera, contribuye a muy poco.

El gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) lo ha demostrado en los últimos días: ni siquiera las sanciones sobre personalidades importantes del oficialismo han conseguido flexibilizar de algún modo al gobierno venezolano. Y lo más grave para estos países es que ninguno podrá siquiera asomarse como facilitador o mediador en un eventual escenario de negociación.

Colombia, que había optado por la moderación, recibiendo por ello duras críticas internas, decidió sumarse a las críticas que desde otros estados, especialmente del Cono Sur, se han venido perfilando contra el oficialismo. Aunque probablemente sea lo que corresponde de acuerdo con la tradición legalista del país, con la decisión de desconocer los resultados de la dudosa jornada electoral se esfuman las posibilidades para que el país, de alguna manera, incida en una salida a la crisis.

El no reconocimiento suele asumirse frente a elecciones presidenciales, pues los estados de cualquier región son soberanos para desconocer a un político surgido de un proceso sobre el cual existen serias sospechas. Así sucedió en los comicios de Georgia en 2003 y de Ucrania en 2004. El dilema consiste en que lo que corresponde cuando se decide desconocer una autoridad es el rompimiento de relaciones diplomáticas, acción que ese conjunto de estados, al parecer, no está seguro de asumir, entre otras cosas porque aquello puede empeorar de lleno la situación.

La presión interna en esos países exigirá acciones coherentes y que se proceda a la ruptura de relaciones, tal como sucedió en su momento entre Estados Unidos y Cuba, ante la declaratoria del carácter socialista de la Revolución. Washington, de hecho, está contra la pared, pues las rondas de sanciones sobre personalidades no parecen afectar al régimen, y las eventuales sanciones sobre la industria petrolera pueden poner al país caribeño en una crisis aún peor.

Para colmo de males, Unasur, la única institucional regional que podría mediar con algo de éxito —como lo hizo en abril de 2015, para que se convocara a las elecciones legislativas ese año y el gobierno aceptara la derrota—, quedó estancada, por la terquedad de algunos gobiernos, como los de Brasil, Paraguay y Perú. Estos tuvieron mucho que ver en torpedear las gestiones de Ernesto Samper y jamás calcularon que vaciando a Unasur de sentido político la región agotaría sus posibilidades de incidencia en Venezuela. Hoy más que nunca, el continente necesita de figuras que apuesten por una intermediación, lo que ha quedado en manos de los pocos gobiernos que aún reconocen el abiertamente deslegitimado proceso.

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