En una de sus maravillosas conferencias sobre la antigua Grecia, le escuché hace muchos años al maestro Andrés Holguín, en su centro cultural El Muro Blanco, una interesante explicación sobre el “delito de hubris”. Según la mitología griega, cuando un ser mortal se cree Dios —omnisciente, omnipotente, omnipresente— los verdaderos dioses del Olimpo lo castigan con algún infortunio por cometer el “delito de hubris”. ¿Qué es esa transgresión? En una palabra: arrogancia.
Traigo a colación ese imaginativo concepto porque hace pocos días hice un sondeo en mi cuenta de Twitter (@liderazgomr) preguntando cuál es el principal defecto de los líderes. El resultado fue contundente: el 69% —de las 926 respuestas— escogió la arrogancia como la peor conducta de un líder (las otras tres opciones eran falta de experiencia, mala comunicación y falta de conocimientos).
Coincido con esa votación (que no incluyó la deshonestidad como alternativa, dado que es un comportamiento tan intolerable que no admite discusión). Porque la arrogancia no solo es insoportable, sino que además hace mucho daño. Un líder arrogante es irrespetuoso, no escucha con atención a los demás, no presta atención a los detalles, no actualiza sus conocimientos, no innova, no aprende de sus errores, no motiva a su equipo, no genera confianza ni le interesa formar a nuevos líderes, sino que se le rinda culto exclusivo a su ego. Un líder así no logra metas valiosas ni deja un legado perdurable. Y, tarde o temprano, se derrumba.
¿Por qué surge y crece la arrogancia? Comienza con un exceso de confianza en sí mismo, producto de una mezcla de factores positivos y negativos, de diversa naturaleza: buenos resultados, elogios excesivos, acumulación de conocimientos, falta de un buen polo a tierra (alguien que de forma clara y franca le haga caer en la cuenta de que no es un ser superior), experiencias exitosas y ausencia —o debilitamiento— de la autocrítica. Ese exceso de confianza aumenta —de manera exponencial en algunos casos críticos— hasta convertirse en arrogancia pura y dura.
En Colombia hay muchos líderes arrogantes. No solo en la política; también en la academia, la cultura, el periodismo, el deporte, el ámbito empresarial y la ciencia. Sorprenden por su escasez los líderes humildes (no los que exhiben falsa modestia, sino los genuinos), de trato sencillo, a quienes no les interesa que les rindan pleitesía, hombres y mujeres que se dedican al propósito esencial del liderazgo: servir.
Liderazgos despojados de arrogancia son lo que necesita Colombia en estos tiempos de crisis. Líderes que, en vez de pontificar y creerse infalibles, guíen e inspiren, pero que también trabajen hombro a hombro con los demás en la construcción de respuestas eficaces a los enormes desafíos que estamos enfrentando. Es la hora del liderazgo colectivo.