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Si muchas mujeres de tercera edad buscan parejo por internet con mojigatería, las hay también decididas, frenteras.
Conozco un grupo de separados radicados en Barcelona. De distintas edades, todos profesionales, quieren rehacer su vida afectiva. Hay desde un cuasi cincuentón que será padre o padrastro, hasta setentones haciéndole el quite a envejecer solos. Las reuniones en las que se discuten encuentros y fracasos adobados con cañas, tapas, conjeturas, doctrinas y mamadera de gallo son bien divertidas. Los conflictos, dramas y hasta jugadas sucias durante el divorcio parecen no depender de la edad. Una relación otoñal presenta peculiaridades de las que poco se habla. Sin pretensión de representatividad resumo anécdotas y reflexiones de estos neosolteros.
Actitudes o comentarios de mujeres independientes, realizadas y felices –eso pregonan- serían asimilados a misoginia o maltrato psicológico si su autoría fuera masculina. Simplemente aclarar que se está buscando compañía para la vejez suena distinto en mujeres y hombres: ellas pueden decirlo mientras que ellos deberían confesar que buscan quién los atienda. Está de moda destacar las ventajas de comer sólo, pero si un hombre recuerda lo obvio, que eso es aburridísimo, podrá ser calificado de machista y zángano doméstico que busca cocinera.
La mayoría de divorciadas lo son porque el marido les puso los cuernos. Esa experiencia produce desconfianza profunda hacia el género masculino de manera proporcional a la infamia de la infidelidad. Las damnificadas se precian de mantener una relación cordial con su ex, sin importar cómo las trató, una incongruencia difícil de digerir. No sorprende la impresión de que las viudas son menos complicadas que las separadas.
A pesar del dictum contemporáneo de que uno vale por lo que es, no por su físico, ni su pinta, ni el saldo en bancos, cualquier indicio de fealdad, mal vestir o poca solvencia económica garantiza el fracaso. “No me gusta cómo te vistes”, le espetó en la segunda cita una catalana rica a un pretendiente. La misma frase dicha por un hombre hubiera conducido a acusarlo por maltrato machista.
Desconciertan los sorpresivos y drásticos cambios de humor femeninos. De un día lleno de manifestaciones de afecto, amorosas, se pasa sin previo aviso a la frialdad, rabia, casi odio, incluso al maltrato psicológico o verbal. Descartadas las siempre antipáticas razones hormonales, toca especular: podría ser el pánico a enamorarse, o la dificultad para manejar varios pretendientes simultáneamente o bien la cruda realidad del añejo galán alejado del príncipe azul. El mágico enamoramiento es frágil cuando el regalo más apreciado por un hombre ya no es un fino estilógrafo sino un glucómetro.
Ni siquiera las féminas más audaces dicen de frente que quisieran sexo sin cortejo previo. Lo más atrevido como señal de disponibilidad fue una atractiva silueta con la advertencia “si vas a jugar conmigo, al menos haz que yo también me divierta”.
Las mujeres que mandan endosan de manera decidida y entusiasta los logros del feminismo. Pero no siempre actúan como pares, construyendo a pulso una relación igualitaria, sino que asumen el papel de los patriarcas que critican, las marcaron y cuyos privilegios quisieran disfrutar. La masculinización se centra en el trabajo, que declaran prioritario y al que dedican 150% del tiempo. No falta la molestia ante ciertas preguntas sobre su actividad que recuerdan el tradicional tic varonil de negarse a discutir con mujeres asuntos laborales que no entenderían. Incluso las jubiladas suelen ser inflexibles con la agenda: quien las pretenda debe hacerlo adaptándose a sus rutinas. El férreo control, y la sensación de asfixia del afectado, dependen obviamente del patrimonio de la dama. Un buen noviazgo desafía Ley de Pambelé: es mejor mujer pobre que rica, aunque señalar eso también sea machista.
El manejo financiero de las salidas difiere bastante por regiones: las catalanas siempre insisten en repartir la cuenta, pero las sudacas muestran marcadas diferencias por países. Algunas acostumbran dejarse invitar sin el menor gesto de sacar la billetera. El mayor descaro fue una supuesta italiana que citó al pretendiente en un lujoso restaurante. Pidió lo más caro de la carta, cava, vino y devolvió un plato. En realidad, era una médica venezolana arruinada, refugiada y mantenida por sus hijos. Al llegar la cuenta se paró al baño de donde pasó directo a la calle dejando que su acompañante pagara el costoso almuerzo.
Hubo un caso de contundente iniciativa femenina en el terreno sexual. El galán, creyendo que debía tranquilizar a la dama y empezar la relación lentamente, sin acercamiento físico por un tiempo prudencial, fue amonestado: “¡no seas tonto, pídeme lo que quieras!”. La dicha duró poco. Tras la primera faena cayó un lapidario, “ni pienses que esto tiene implicaciones afectivas, a mí lo que me encanta es el sexo sin ataduras sentimentales”.
¿Será machista concluir que lo que buscan los hombres en internet es más escueto, previsible y homogéneo por edades que las misteriosas, diversas y cambiantes aspiraciones femeninas?
