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Ana, la justicia y la paz

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Mauricio Rubio
27 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
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Fue complicado explicarle a mi hija de once años la amnistía para delitos conexos. Algunas astucias para la paz la pondrían al borde de un ataque de nervios.

Ana está interna hace poco y  viene a casa miércoles y fines de semana. Ha podido reflexionar sobre la vida en comunidad, la autoridad y, sobre todo, la justicia. Varios incidentes –un castigo colectivo, falsas acusaciones, fumadoras expulsadas- motivaron fructíferas discusiones: regla de oro, sospechas, pruebas, testigos, proporcionalidad de las penas. Aún no sabe bien cuándo debe denunciar, o “sapear”. No memorizó el latinajo, pero le  quedó claro que el ius puniendi –el derecho a castigar- es un factor crucial del  poder, y por eso debe estar sujeto a leyes conocidas, y procedimientos estrictos, no de plastilina. Un día le robaron el  celular del  dormitorio. Un mensaje advirtiendo que el aparato podía rastrearse, requisas y muchas preguntas hicieron que a la mañana siguiente apareciera el aparato. Ana estaba feliz, no tanto por recuperarlo –tenía prometido el reemplazo- sino porque creía que la culpable iba a caer, que se haría justicia. No era  venganza, la incomodaba la impunidad.

He estimulado en ella la “resistencia civil”, insitiéndole que ante decisiones arbitrarias o injustas debe protestar, incluso negarse a cumplir órdenes. Entendió fácilmente el delito político como extensión de la defensa propia: “es una huelga, pero  terrible”. Lo que le  quedó cuesta arriba fue aceptar que a veces el castigo depende de las intenciones de quien roba y de lo que haga con el botín; que si le hurtan su celular para irse de fiesta cabe una sanción, pero para ciertos usos mal definidos no. “Siempre se debe castigar: un celular no se roba”, sentenció. Al contarle que por la paz harían eso con la guerrilla anotó: “matar es matar; si fueran sus familias pensarían otra cosa. Matar al presidente serviría más, ahí  no  perdonarían, y eso sí sería revolución”.

Los delitos conexos con la rebelión, arbitrarios y contra intuitivos, implican además discriminación: es imposible pretender un tratamiento justo a las víctimas si las afectadas por delitos conexos amnistiados quedan en situación más desfavorable. Si a su hijo lo mató una pandilla,  puede esperar que haya investigación y sanción, pero si fue la guerrilla, olvídelo y perdone. A esta injusticia elemental le agregaron la de atender quejas y testimonios selectivamente. Un proceso de paz supuestamente centrado en las víctimas, “delegó en la Universidad Nacional… la organización de foros regionales destinados a recoger las exigencias, experiencias y propuestas de las víctimas. El resultado fue una participación descaradamente desbalanceada… hubo un veto sistemático a las víctimas de las Farc”. El  gobierno no ha desvirtuado de manera creíble estas observaciones.

No debería ser tan complicado entender que muchos  vemos un despropósito en la amnistía para delitos conexos todavía sin definir, sin siquiera conocer el tribunal que tendrá poderosísimas prerrogativas: no sólo decidir qué crímenes se olvidan sino reabrir y volver a juzgar casos ya fallados. A puerta cerrada se cedió nada menos que un ius puniendi informal, a una instancia que nadie sabe cómo funcionará. Por esa sóla razón, fueron algunos, tal vez muchos, los votos negativos o abstenciones. Incluso debió haber partidarios del Sí que se tragaron ese sapo sin apoyarlo, o ignorando que lo respaldaban.

Personas  damnificadas por las Farc, resignadas a olvidar para siempre un delito conexo –amnistía tiene que ver con amnesia- y que  les impidieron manifestar su inconformidad, pudieron votar No, reacción lógica de la cual hay testimonios. Encima, esa ciudadanía desfavorecida tuvo que sentirse uribista, conservadora, evangélica o políticamente idiota. En el parnaso ya la llaman “masa vergonzante”.

A esas víctimas de la conexidad desconocida, silenciadas y asimiladas a una identidad ajena, que ganaron con hándicap el plebiscito, el gobierno y sus aúlicos –incluyendo quienes les impidieron manifestarse en algún foro por la paz-  las presionan para que le apuren, que la vaina es de afán, que tramiten velozmente la renegociación, que serán responsables si vuelve la guerra. Es otra arbitrariedad y falta de respeto que remata las anteriores; el tiempo para organizarse, expresar y canalizar opinión, sin liderazgo, propaganda ni recursos públicos, se cuenta en días, no en meses o años, como la gente seria.

Volviendo a Ana, ante un nuevo percance yo tendría que hacerle entender que se olvide del celular pues se lo robó una banda que lucha contra el colegio, que no hay ante quien quejarse y que, además, ella es una fanática saboteadora de la convivencia, que arregle sola el lío. Eso sí, tiene que ser rapidito, porque la rectora firmó un pacto buenísimo con la pandilla, pero si ella se demora vuelven a atacar. Oigan, ¡más seriedad!

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