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Catalanismo: torpeza y modales malucos

Mauricio Rubio

10 de septiembre de 2020 - 12:00 a. m.

El nacionalismo representa un retroceso en frentes distintos al político. La cuestión es tan evidente en Barcelona que hasta un sudaca visitante y profano lo percibe.

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Antes de la Primera Guerra Mundial, cuando el francés Louis Blériot atravesó en avión por primera vez el canal de la Mancha, Stefan Zweig fue particularmente optimista. “En Viena sentimos un júbilo como si fuera nuestro propio héroe nacional”. Los “triunfos de la tecnología y la ciencia” producían un amplio sentimiento comunitario, una identidad europea. Las fronteras nacionales empezaban a aparecer inútiles, “cruzarlas era un juego de niños para cualquier avión”.

El célebre escritor se instaló luego en Brasil en donde descendientes de inmigrantes de muchas nacionalidades se habían mezclado libremente. “Todas estas diferentes razas viven en completa armonía entre ellas”. Según él, ese joven país suramericano representaba el futuro de la humanidad civilizada y le daba lecciones a la vieja Europa que por aquella época iniciaba “el insano intento de criar a personas racialmente puras”.

El optimismo en Europa se basaba en la paz y el progreso logrados en el siglo XIX. A Europa la unía una cultura común extendida gracias al ferrocarril, la impresión masiva de libros de bajo costo y la economía de mercado.

Con enorme torpeza, el nacionalismo catalán empieza a hacer trizas su estructura económica. Cataluña era hasta hace poco considerada la locomotora española, con cerca del 19% del PIB. Desde el llamado procès independentista, la fuga de empresas ha sido preocupante y “hay estimaciones de una caída de inversión extranjera del 30 %”.

En una ciudad como Barcelona, uno de cuyos pilares económicos es el turismo, es increíblemente torpe que buena parte de los avisos, anuncios e instrucciones destinados a los turistas estén escritos en una lengua que habla tan poca gente. Antes del coronavirus, Barcelona recibía anualmente un número de turistas tres veces superior a su población. Entre quienes visitan museos la relación podría ser fácilmente de 10 a 1. Varias veces he tenido que pedir las guías de visita en español, o en inglés, pues lo usual es que las ofrezcan sólo en catalán, confirmando que como anfitriones son provincianos y parroquiales, mirándose el ombligo en un mundo crecientemente interconectado.

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Una amiga se siente mejor en el País Vasco: “No esperan que uno los entienda… En Barcelona cualquier sudaca debería hablar catalán”.

Antes de entrar a una película financiada por la Generalitat, pregunté si tenía subtítulos en español. Mirándome feo, refunfuñando, me aseguraron que sí. Como no estaba subtitulada me salí pidiendo reembolso. Alcancé a pensar que llamarían a alguna autoridad competente que reprendiera mi ignorancia.

Muchos catalanes nacionalistas ofenderían a Zweig no sólo por su inusitado interés en fortalecer la antipática noción de frontera entre países o por ser abiertamente anticapitalismo foráneo, sino por su velado racismo y evidente discriminación contra los extranjeros. El año pasado traté de abrir una cuenta en el banco Sabadell. Como potencial nuevo cliente fui tratado con la usual zalamería hasta el momento en que una empleada observó que mi documento de identidad español indicaba que yo había nacido en Bogotá. Con total tranquilidad salió con el exabrupto de que por “cuestiones administrativas” los ciudadanos españoles nacidos en Colombia no podemos tener una cuenta corriente en dicha entidad.

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Hace unos años asistí a un evento en honor de Paul Preciado, antes Beatriz, académico transgénero célebre por experimentar en su cuerpo con hormonas masculinas. Como era de esperarse, el presentador abrió el evento en catalán. El homenajeado agradeció en ese mismo idioma, pero pidió disculpas por no poder mantener una conversación prolongada y continuó en español, lengua que entendía la totalidad del auditorio. Al terminar esa primera presentación, consciente de que Preciado no hablaba catalán, el presentador, como si nada, continuó el evento en su lengua.

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Mantengo relaciones de trabajo con una oficina barcelonesa de arquitectos. En varias reuniones he tenido que aclararles que no hablo catalán. Hace poco uno de ellos me mandó una carta en su idioma. Contesté diciendo que me parecía poco amable como gesto sabiendo de sobra que yo no lo entendía. Con total descaro me respondió: “Sí sabía que no lo hablabas, pero pensé que lo leías”.

Lo que realmente salva a Barcelona es que, a pesar del nacionalismo obtuso y en buena parte gracias a los sudacas, es una ciudad verdaderamente cosmopolita. En cualquier bar, restaurante o café hay siempre una muestra alegre del sueño bolivariano, en su sentido original, de una América sin fronteras donde la diversidad reina, mezclando culturas, tradiciones, sabores y ritmos siempre más ricos que los de generaciones anteriores. Por tercos, soberbios y cullones, los catalanes se apegan al pasado, aunque ahora, ni más faltaba, bailen más salsa que sardana.

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