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Del polvo por polvo a la fiesta blanca

Mauricio Rubio

12 de marzo de 2020 - 12:00 a. m.

El narcotráfico colombiano impulsó vigorosamente y transformó la prostitución, una realidad que varios activismos se empeñan en silenciar.

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Además del de cocaína, Colombia lidera otro mercado global cuya legalidad se debate tenazmente. Hay quienes alegan que la prostitución es siempre forzada, que aporta ingentes fortunas a mafias transnacionales y se debe prohibir.

No abunda pregoneros sobre venta de drogas coercitiva, aunque Santiago Gamboa, escritor y pazólogo militante, prepara el terreno para ese cuento: según él, a los refugiados venezolanos “los reclutan en bandas criminales y prostituyen a las mujeres y usan a los menores para vender droga”.

Históricamente, los vínculos entre comercio sexual y droga han sido complejos. Algunos narcos derrocharon sumas descomunales en prepagos. Durante una rumba en la hacienda Nápoles, Pablo Escobar mandó su piloto a Río de Janeiro para traer en el avión privado unas garotas inolvidables que había conocido en Copacabana.

Los esmeralderos anticiparon varias técnicas del narcotráfico: transporte de mercancía de altísimo valor, contrabando de exportación, lavado de dinero, alianzas con políticos y nuevas formas de prostitución. Desde el boom del oro verde hace décadas, universitarias bogotanas visitaban a los patrones los fines de semana. Bajaban a verlos en flota o avión. También se organizaban reinados como fachada para que cotizadas modelos atendieran a políticos y aliados de los capos. Esta dinámica demanda estimuló, rejuveneció y diversificó la oferta.

Al integrarse la exportación de cocaína con producción y procesamiento de coca, cambió la retribución del sexo. Surgió un esquema de trueque en el que “los clientes pagan servicios de alcoba con una manotada de cocaína”. Una prostituta paisa que a principios de los noventa, apenas adolescente, fue seducida, abandonada y llevada a Florencia por su madre, contó después que allí “no había dios o ley diferente a las Farc. Las putas compartían con altos mandos de la guerrilla y a veces eran remuneradas con coca, el famoso ‘polvo por polvo’”. En Remolinos del Caguán se anunciaba públicamente esa modalidad de pago en un burdel.

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También como en la región esmeraldera, en zonas cocaleras se consolidó una tajante jerarquía del oficio: “los chamberos son los amos y señores del mundo, les gusta que los vean acompañados de jóvenes bellas y estudiadas… las prostitutas iletradas se las dejan a los raspachines”.

Sin profundizar en los vínculos entre ambas actividades, las autoridades españolas han combatido la venta callejera y visible tanto de droga como de sexo. Nunca fueron cruzadas morales a la gringa sino las respuestas a presiones y conflictos de vecindario las que condujeron a que tales negocios funcionaran discretamente en espacios privados. Por razones distintas a las de la pazología santista, en España también se evadió el debate sobre tráfico de drogas, que hace décadas es monumental: por allí entran hachís del Magreb y cocaína colombiana para abastecer la demanda europea. Allá la batalla frontal fue contra el terrorismo mientras con los narcos se miraba para otro lado, a pesar de una profunda corrupción del poder local y la cúpula judicial.

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A principios de siglo, como supuesto experto colombiano en crimen organizado, me pidieron investigar si la prostitución en España ya era un negocio mayor que la droga. En medio de una enorme desinformación persistían cifras absurdas para promover la causa abolicionista. La prostitución podía ser alta, pero estaba bien lejos del narcotráfico y las pretensiones feministas. Por aquella época, no había venezolanas ni las colombianas dominaban el mercado. Operarían en redes de mujeres, sin proxenetas ni mafiosos. Muchas, la mayoría, eran madres cabeza de hogar a distancia, que con remesas mantenían a sus familias.

Recientemente el escenario cambió. Con burguesas refugiadas del chavismo, las colombianas superan hoy en número a las demás latinas juntas. Esta nueva generación emigró más joven que sus antecesoras, muestran la cara al anunciarse, indicio de que no tienen hijos, parecen estudiantes universitarias y así se presentan. Además de las cirugías habituales -senos y caderas- exhiben cuerpos fitness muy tatuados, ofrecen diversos servicios, hasta se aventuran en el sado y, sobre todo, casi monopolizan la “fiesta blanca”: varias horas de sexo y cocaína suministrada por ellas.

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Puede que este novedoso pack ofrecido en España provenga del “polvo por polvo”, una minucia que ignorará la JEP aunque involucre a las Farc. También es probable que estas jóvenes hicieran pasantías en algún crucero “sex & drug friendly” por el Caribe. Lo cierto es que, como a cualquiera que se lance al microtráfico, les quedará difícil no depender de las mafias. Resulta irónico que la histeria abolicionista contribuya a que se cumpla esa fábula tan machacada que resultó profética: escorts de 18 añitos, fiesteras, adictas e hipotecadas encajarán mejor en el mítico guion del tráfico de mujeres que prostitutas tradicionales y autónomas. Encima, como la Madame cartagenera, sufrirán acoso de la DEA.

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