Con 12 años, Marisol Huetoto salió a la madrugada de su casa y nunca volvió: fue violada y brutalmente asesinada. Sus padres pusieron la denuncia ante el cabildo, pero no pasó nada.
Diana Perafán, líder indígena, señala que a Marisol la atacaron cinco individuos, entre ellos un concejal del municipio de Caldono. En el resguardo “todos lo saben” pero nadie habla. Con 11 años, Aida Lucía fue abusada por su profesor. Quedó embarazada y el agresor la obligó a abortar. El cabildo se enteró de ambos delitos y la joven víctima, por haber guardado silencio, recibió el mismo castigo que su atacante. A otra niña de nueve años la violó un conocido. Su familia lo denunció ante el gobernador indígena quien “lo dejó escapar… está libre, nadie ha hecho nada”.
Estos tres casos presentados en el espacio de televisión Séptimo Día ya justificarían un debate sobre una jurisdicción que permite que abusadores de menores sean juzgados por vecinos, amigos o aliados políticos. El programa ha recibido, desde diferentes resguardos, “decenas de denuncias de violación sexual contra menores perpetrada por indígenas”, la mayoría enviadas por los padres de las víctimas.
A los versados en minorías étnicas no los desvelan estos incidentes. “Son casos aislados... la comunidad tampoco es boba” afirmó el encargado de asuntos indígenas del Ministerio del Interior. Otro experto académico, César Rodríguez, anotó que esas “denuncias puntuales” fueron una manera curiosa de “celebrar el día mundial de los pueblos indígenas”. Como si importara más una efemérides que las niñas violadas. La declaración predecible, acartonada e inconsecuente de un consejero indígena de que los abusos contra menores “deben ser atendidos con todo el peso de la ley” le bastó para silenciarlas, pasar a temas serios como la tierra, el conflicto armado o la corrupción y desacreditar el reporte por “fallas investigativas y periodísticas”.
Parecería que revelar irregularidades o delitos de minorías étnicas exige ser indigenista y conocer a fondo todos los variados entornos de los autores para entenderlos sin caer en generalizaciones fáciles. Las menores víctimas, o el sufrimiento de sus familias, son daño colateral, y quienes visibilizan los abusos, o se preocupan por ellos, se pueden descalificar por derechistas que aún no superan la mentalidad colonial.
Para las personas afectadas, lo que debe corregirse es elemental: “la madre de la víctima exhorta más castigo… otras temen que el violador reincida con sus hijos”. Pero las autoridades indígenas ya asimilaron la retórica que racionaliza la impunidad. Cuando la Fiscalía investigaba los abusos de un padrastro contra una infante de cinco años, la gobernadora solicitó resolverlos en su jurisdicción: “el contexto social para justificar el comportamiento (del agresor) es inherente a la etnia y tiene explicaciones sociológicas en la parte entrañable del cabildo”. El anuncio de la débil respuesta fue más esotérico, “sensibilizar al agresor con los médicos ancestrales y, si fuese el caso, aplicar fuete con ortiga como rito de limpieza espiritual”. Con sanciones casi simbólicas, la justicia indígena contribuye a que los ataques contra las niñas no se denuncien y se perpetúen. Esta observación no es etnocentrismo sino sentido común, lógica profana sin aditivos.
Más de 100 incidentes de violencia sexual contra mujeres indígenas menores de 12 años han llegado al Consejo Superior de la Judicatura para resolver conflictos de competencias, y todos han sido remitidos a la justicia ordinaria. La realidad del abuso impune sobre niñas en las minorías étnicas está bien lejos del escenario idealizado por los expertos y la Corte Constitucional, aún opuesta a que estos crímenes los atienda una justicia, si no ejemplar, más severa. El argumento para devolver los casos a la justicia indígena es que con “los parámetros de diversidad que resultan acordes con sus usos y costumbres” se defienden mejor los derechos de las menores.
“La reverencia por los mitos de los otros es una patología de la intelectualidad moderna”, anota Moisés Wasserman: mientras se combaten las taras de la tradición cristiana, se defienden o se ignoran actitudes basadas en otros mitos ancestrales. Tal incoherencia resulta demasiado costosa para las víctimas, sobre todo cuando son pre adolescentes vulnerables e inocentes. La etnia o la raza pueden ser pertinentes para políticas de discriminación positiva. Pero negarles a unas niñas la protección de varios derechos fundamentales simplemente porque nacieron indígenas no es más que una forma camuflada de racismo o, para los puristas, “etnicismo”.