La Navidad me produce un gran desasosiego, que atribuyo a las ideologías que la desvirtuaron.
Deploro el dogma derechista de que comprando cosas inútiles todos nos sentiremos mejor. La doctrina económica se la apropiaron comerciantes que encadenan ferias a lo largo del año como preámbulo de los excesos navideños. Finanzas familiares disminuídas, guayabo y caras largas por juguetes rápidamente estropeados no han menguado el evidente desperdicio.
Por la izquierda se esfumaron los chances de replicar mis mejores recuerdos infantiles: nueve días de pesebre, villancicos y pólvora. Bastaba con sabotear la angustiosa Semana Santa, no la celebración más amable, familiar y positiva del cristianismo. La temprana y eficaz prohibición del musgo para el pesebre acabó siendo irónica en un país con tantos atentados impunes al medio ambiente: urbanizaciones piratas, basuras, derrames de petróleo, deforestación, coca, ganadería extensiva, minería a cielo abierto... En la oposición a las tradiciones cristianas se destacan las alcaldías socialistas francesas, que ahora vetan decoraciones navideñas con símbolos excluyentes de otras religiones. El resultado es un esperpento: pinos desvestidos, ositos cursis, Blanca Nieves o muñecos de Disney adornando calles y plazas medievales. Pronto querrán prohibir las campanadas y esconder las ofensivas catedrales góticas. Mentes iluminadas importarán al país esas iniciativas laicas y correctas contra el odio en el posconflicto. Después promoverán cambio de fecha para juntar Navidad con Acción de Gracias, pero a la Constitución del 91. De la actual celebración decembrina quedarán los regalos, el trago y la prima para comprarlos.
La gran distorsión navideña, listas exhaustivas de antojos para que alguien los satisfaga, mezcla vicios de derecha e izquierda. La infancia rica y consentida pidiendo regalos para maximizar el bienestar se asemeja a la militancia progresista reclamando derechos para minimizar la exclusión: ambas echan a volar la imaginación suponiendo una enorme billetera sin fondo. Quienes creen en el Niño Dios o Papá Noel al menos ofrecen como contraprestación buen comportamiento y admiración por los paganinis, no se sienten víctimas para acusarlos de abusadores y corruptos. De todas maneras, se deformó el sentido del regalo, cuya etimología es agasajar, divertirse, festejar. Quien lo ofrece no debería hacerlo buscando saciar caprichos explícitos sino analizando con buena información, olfato y sentido de las prioridades cómo dar gusto.
Hace unas semanas descubrí en TED a Barry Schwartz, un psicólogo que desafía el dogma de que siempre es mejor tener muchas alternativas para elegir. Su teoría es que a partir de cierto nivel el bienestar no aumenta sino disminuye con la variedad. Tener que elegir entre demasiadas opciones conlleva dos líos: el bloqueo mental antes de tomar la decisión, buscando que sea la mejor posible, y el arrepentimiento después de decidir, por el temor de haberse equivocado. Schwartz ha recogido evidencia sobre ambos efectos, que todos hemos sufrido y se han intensificado con el número de bienes y servicios disponibles.
Esta “paradoja de la elección” sugiere una celebración navideña sensata, cultural y respetuosa del medio ambiente. Para prevenir el encarte antes y el remordimiento después, nada mejor que regalar libros, escogidos cuidadosamente con sentido pedagógico. Deben ser físicos, en papel, para evitar reclamos por tecnologías digitales caducas o incompatibles, y con dedicatoria, para eliminar tentaciones librecambistas. Conviene darlos con instrucciones que induzcan y fortalezcan el hábito de leer con placeres sensoriales como oler, sentir, tocar, palpar, acariciar y ojear antes de hojear.
Que los libros sean caros en Colombia es un obstáculo que se superaría masificando la lectura, un requisito para aliviar mucha dolencia social. Con muchos, muchísimos textos bien seleccionados por otra persona, la derecha tendría que admitir que la infalible libertad de elegir, causante última del consumismo y el calentamiento global, es una fábula. La izquierda se vería obligada a revaluar la licenciosa noción del libre desarrollo de la personalidad, para reemplazarla por el acceso al libro que desarrolla la personalidad como nuevo derecho fundamental. Quedaría claro que un ego enorme, inmaduro o inculto, no siempre sabe lo que mejor le conviene, y se desenmascararían rebeldes de estrato alto -¿activistas potenciales?- como Nano el de Les Luthiers, que se cabrea e insulta a quien osa regalarle una puta peonza, o un buen libro, en lugar del último artilugio importado.
Aprovechando el prestigio de los padres putativos, como José, y de las madres que no se acuestan con hombres, como María, un árbol con sólo libros ayudaría a que el pesebre y la nanita nana recuperen, ven ven ven, su papel protagónico en Nochebuena. Feliz Navidad, tradicional y sostenible.