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Cuando a finales del siglo XIX el médico español Sereñana y Partagás recopiló estimativos del número de prostitutas en grandes ciudades encontró diferencias abismales. En Viena había 3.000 mujeres por 100.000 habitantes; en Bruselas apenas pasaban de 100.
Un siglo después la Guardia Civil española realizó un censo de mujeres en los llamados puticlubs de carretera. Las diferencias por país de origen eran notables, y dependían de la participación femenina en los flujos migratorios, también muy variados. Encabezaban el ranking las brasileras, con 15% de mujeres provenientes de ese país ejerciendo la prostitución, seguidas por colombianas y dominicanas, con 5%. De Bolivia o Perú había menos del 1%.
Además de la inquietud del higienista catalán —por qué en ciertos entornos hay un activo comercio sexual y en otros similares no— hay tres observaciones sobre el lugar de origen de las prostitutas latinoamericanas en España. Uno, se trata de sociedades mestizas; dos, de esos países emigran más mujeres que hombres y tres, no se caracterizan por el subdesarrollo: el producto per cápita es el promedio de la región y las sociedades más pobres no participan en ese activo mercado del sexo, cuyo principal motor no es exclusivamente económico.
En cada país también se observan diferencias geográficas sustanciales. La fama de Pereira como epicentro de la prostitución colombiana llegó hace poco hasta el diario español El País, con el tradicional recetario de explicaciones: ciudad inmersa en la crisis, derrumbe del café, terremoto, víctimas de redes transnacionales. Un taxista paisa conectado con un club de 150 chicas en Gerona lo corrobora. “Hay muchas pereiranas en España. Son las mejores”.
Comparada con las demás ciudades colombianas, Pereira parece la Viena del siglo XIX. Con el 1% de la población del país, allí nacieron el 10% de las prostitutas censadas por la Policía Nacional en 2010; su participación es 50 veces superior a la de las nacidas en Cartagena, supuesta meca del turismo sexual con el doble de habitantes.
Basta tomar en serio estas abismales brechas regionales para ser escéptico con las teorías más trilladas sobre el comercio sexual. Es difícil imaginar un factor de riesgo que implique diferencias de uno a diez en la prostitución. Si esta fuera forzada, imposible entender por qué los traficantes se ensañan así con la Perla del Otún.
La alta concentración y persistencia geográfica del comercio sexual se podría atribuir a la consolidación de redes que transmiten el know how del negocio. Las aventureras paisas, como la Gaviota de Café con aroma de mujer, empezaron a llegar a Andalucía en los años 60, como coletazo del boom de prostitución tras la Violencia política, que se reforzó luego con la jalonada por el narcotráfico. Al retirarse establecieron redes, siempre femeninas, sin chulos. La continuidad de la oferta y la calidad del servicio destacada por el taxista garantizaron una sólida demanda.
La Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) de 2015 es la primera fuente de información sobre prostitución colombiana por el lado de los clientes. Se corrobora la gran disparidad regional. Mientras en Guaviare o Arauca más de la mitad de los hombres reportan haber pagado alguna vez por servicios sexuales, en Tolima o Cauca la proporción es del 20%. No todos esos demandantes se vuelven habituales, y esa decisión también varía por región. San Andrés es donde los hombres más han pagado por sexo en los últimos doce meses, 10%, mientras en Vaupés apenas llegan al 1%. Los departamentos que puntean el “alguna vez” —antiguos Territorios Nacionales— muestran las mayores diferencias con los del “último año”, sugiriendo una prostitución transitoria de colonos solos o solteros que luego se organizan o llevan a sus familias. Para algunos, tal vez, corresponde al inicio sexual de adolescentes que llegan a sitios agrestes de frontera en donde, como José Arcadio Buendía, asimilan la experiencia a un temblor de tierra, no a una faena de dominación de mujeres.
A estos clientes —fugaces o permanentes, de cualquier edad, estrato social, nivel educativo o estado civil— el feminismo los mete en el mismo saco de explotadores, esperando algún día penalizarlos, como propuso Clara Rojas. La precariedad del diagnóstico parece no importar: a las mujeres, la ENDS sólo les pregunta si han sido forzadas a intercambiar sexo por dinero, sin indagar por quienes lo han hecho voluntariamente, una inquietud válida solo para hombres. Se requiere dogmatismo y opacidad para buscar importar una fórmula sueca contra el comercio sexual que, en ciertos departamentos, afectaría a la mitad de la población masculina, desconociendo que en Colombia sobran mercados ilegales, que las fuerzas del orden deben combatir la violencia y la delincuencia, no un intercambio privado entre personas adultas, y que las leyes caprichosas e inocuas simplemente aumentan el poder de los policías corruptos.
