¡El violador eres tú!

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Mauricio Rubio
05 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.
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En medio de marchas y cacelorazos, una amiga feminista, sensata, ecuánime, trabajadora, comprometida con la defensa efectiva de los derechos de las mujeres, me envió un video: “¿Qué tal esta puta locura colectiva?”.

Se trataba de la versión bogotana de una performance chilena que “se viraliza y se imita”. Reproduzco apartes de lo que pretende ser un cántico contra la violencia. “El patriarcado es un juez, que nos juzga por nacer y nuestro castigo es la violencia que no ves. Es feminicidio impunidad para el asesino. Es la desaparición. Es la violación. ¡El violador eres tú! Son los policías, los jueces, el Estado, el presidente. El Estado opresor es un macho violador. ¡El violador eres tú!”.

Poco antes fui etiquetado de misógino por trinar contra una columna del mismo corte: “Estado asesino” de Catalina Ruiz-Navarro. Fuera de buscar que cayera un presidente elegido democráticamente, el incendiario escrito ignoró las razones que motivaban unas marchas pacíficas: “El esprit de corps de la fuerza pública en Colombia es un espíritu asesino… una política de muerte, la misma que mata también lentamente, de hambre y de desamparo… Estamos en un país en donde el Estado que debe cuidarnos es quien nos mata”. El error garrafal, imperdonable, del Esmad que acabó con la vida de Dilan Cruz no justifica pregonar una supuesta política de exterminio estatal, deliberada y dolosa.

Casi simultáneamente, Moisés Wasserman trinaba que “poner a niños pequeños a cargar letreros y recitar lemas puede parecer simpático, pero si lo piensan bien es un abuso”. La turba tuitera calificó al académico de ignorante que “sataniza” la movilización con un discurso “cargado de ideología reaccionaria”. A pesar de esas advertencias, me atrevo a criticar la performance chilena por inconducente, tóxica y, sobre todo, porque en el video bogotano se ven en primera fila dos niñas de unos 6-8 años entonando ese himno envenenado con miedo y odio. ¿Era ese el objetivo crucial de “educar para la paz”? Encima, el mensaje es profundamente contradictorio: si no es un Estado de derecho con programas de prevención y, también, con procedimientos de investigación y sanciones minuciosamente codificadas, ¿quién puede defender a las mujeres de la violencia sexual, en el espacio doméstico, el entorno escolar, el trabajo o la calle?

Preocupa pensar que el corolario de esa pegajosa diatriba sea el escrache por una red de mujeres activistas, la retaliación privada o volver al ajusticiamiento por clanes familiares, opciones expeditas contra los ataques sexuales: sin miramientos se elimina, virtual o físicamente, al agresor señalado. Las contrapartidas de esa eficacia son acciones contrarias al derecho y a la justicia.

Se requiere bastante desfachatez para acusar al Estado de criminal cuando se ha hecho causa común con excombatientes para callar y negar los abusos cometidos dentro de las Farc. Tales agresiones, que incluían no sólo violaciones sino reclutamiento de niñas y abortos forzados, han sido descaradamente silenciadas por una pazología de pacotilla que, nos estamos enterando, no contempla la reconciliación con agentes estatales atrapados en una guerra sucia que mantiene su inercia aupada por el fanatismo militante a ambos extremos del espectro político.

Adicionalmente, es un despropósito generalizar la violencia sexual de los militares chilenos durante la dictadura pinochetista. A pesar de haber dejado trazas en el marco legal, que explican el deseo de reforma constitucional, el régimen totalitario del país austral terminó hace tres décadas. Algunas huellas de la dictadura han sido difíciles de borrar. Editado por el periodista Daniel Hopenhayn, hace unos meses se publicó Así se torturó en Chile (1973-1990) donde se revela que casi todas las mujeres apresadas por los esbirros de Pinochet sufrieron ataques sexuales de una crueldad y sadismo sin parangón. El espeluznante libro está basado por completo en el informe oficial de una Comisión Nacional creada por Ricardo Lagos en 2003 como órgano asesor de la Presidencia y coordinada por el obispo Sergio Valech. Mientras el activismo intransigente y mala leche se estanca aferrándose al pasado, en una democracia el Estado opresor, asesino, macho violador, evoluciona, se transforma, reconoce sus errores, investiga y hace públicos sus desafueros.

Wasserman también es escéptico del voluntarismo: “es fácil estar de acuerdo con grandes exigencias generales. Lo difícil es ponerse de acuerdo en cómo lograrlo”. Si esto es pertinente para reformas políticas, es aún más pernicioso idealizar una justicia celestial de género mal definida. Renegar de la justicia basada en sanciones penales, reemplazándola por llamados al “cambio cultural” o mecanismos informales, arbitrarios y expeditos es un hara kiri institucional propenso a todos los abusos y violencias.

Para controlar al Leviatán, buscar la “no repetición” de sus excesos, del agente policial que mató a Dilan se deben encargar la ley y la justicia oficial, ojalá la ordinaria, no barras bravas, ni escritos o coros militantes que atizan el rencor.

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