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La gran hipocresía trumpista: inmigrantes y prostitución

Mauricio Rubio
30 de enero de 2025 - 05:05 a. m.
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En la febril actividad con la que inició su mandato, Donald Trump silenció la memoria histórica. La razón es simple: prefiere no recordar que su abuelo alemán emigró para hacer fortuna en Norteamérica con negocios que ofrecían “compañía femenina”.

Gwenda Blair, autora the The Trumps: Three Generations That Built an Empire, cuenta la saga familiar desde la llegada a Nueva York en 1885 de Friedrich, un alemán de 16 años. Tras un lustro ya hablaba inglés y era Frederick, ciudadano norteamericano, que en la zona roja de Seattle abría un bar restaurante con “habitaciones privadas para damas”.

A finales del siglo XIX, con la fiebre del oro en Yukon, Canadá, el inmigrante germano expandió operaciones. Su nuevo establecimiento hotelero New Arctic fue reconocido como el mejor de Bennett, un pujante pueblo después abandonado. Un lector del periódico local recomendaba a las mujeres respetables no dormir allí pues “podrían oír cosas repugnantes para sus sentimientos y, además, en boca de depravadas de su mismo sexo”.

Para 1900 Trump vivía en White Horse, un pueblo al final del ferrocarril recién construido al sur de las explotaciones de oro. Montó otro restaurante muy bien localizado, al frente de la estación, pero en un terreno sin escrituras. También ofrecía a los clientes “un bar, instalaciones de juego y áreas separadas, cerradas con cortinas de terciopelo oscuro, para las ‘damas deportistas’”. Resumiendo, el abuelo de Donald fue un proxeneta.

Aunque no sabía que el oro de Yukon se agotaba, enfrentó un problema urgente: La Policía Montada anunciaba suprimir el juego y la venta de licor, además de erradicar las “damas escarlata” del centro. No esperó a confirmar si su restaurante sobreviviría. Como muchos buscadores de oro partió con la pequeña fortuna que había amasado, más de medio millón de dólares actuales.

Un año después, al visitar a su madre en la ciudad alemana de Kallstadt, se casó con una vecina, Elizabeth Christ, que tenía cinco años cuando él emigró. Regresó con ella a Nueva York y trabajó como barbero y administrador de restaurante siempre atento a nuevas oportunidades. Pero ella añoraba a su familia y regresaron a Alemania donde Frederick enfrentó un inesperado escollo burocrático: había emigrado demasiado joven para prestar servicio militar y regresaba cerca del plazo para no estar obligado. Pensó que sería suficiente depositar su dinero en la tesorería municipal pero las autoridades regionales se opusieron. Los recién casados no pudieron recuperar su ciudadanía alemana ni extenderla a su hija y fueron deportados. Trump lo tomó como un simple revés: haría fortuna en el nuevo mundo. Hacia 1910 ya había encontrado cómo. El condado de Queens en NY era entonces un barrio poco desarrollado pero con futuro. Frederick compró suficientes terrenos para convertirse en magnate inmobiliario. Lamentablemente, con apenas 49 años, murió por la epidemia de gripa española dejando a su hijo Fred, demasiado joven, a cargo del negocio.

A primera vista, Fred era el polo opuesto de su padre: metódico y trabajador, “mantuvo la cabeza baja, se ocupó de los detalles y se concentró en el trabajo 24 horas del día, 7 días por semana”. Durante la Gran Depresión, cuando la construcción se estancó, administró una tienda de comestibles manteniendo el radar sobre oportunidades de negocios no siempre legítimas. Cuando supo de audiencias judiciales sobre los activos de una empresa hipotecaria local, “no dudó en presentarse como un próspero ejecutivo inmobiliario. Era una mentira rotunda, pero le sirvió para convertirse en uno de los mayores promotores inmobiliarios de Brooklyn y Queens”. Después, cuando las garantías respaldadas por el gobierno y las reducciones de impuestos le permitieron construir miles de viviendas, se las ingenió para aprovechar las lagunas en la regulación y multiplicar sus beneficios.

Lo que se hereda no se hurta. En la dinastía creada por el inmigrante alemán nadie desafiaba sus órdenes ni, después, las de su hijo Fred, “un hombre increíblemente frío y malvado”, padre intransigente a quien todos temían y que sólo le hablaba a los hijos varones. “Crecí en un sistema muy patriarcal. Había mucha misoginia, y ser chica en esa familia era automáticamente un obstáculo” recuerda Mary, nieta de Frederick.

Cicatero y minucioso como su padre, Donald se hizo cargo del negocio familiar de construcción en los setenta. Para reducir los costos de su ostentosa Trump Tower no tuvo inconveniente en contratar “trabajadores polacos indocumentados a quienes les pagaba en negro y que dormían en la misma obra”.

El nuevo presidente planea, básicamente, aplastar el sistema de inmigración que Biden trató de recomponer tras el primer cuatrienio trumpista. Al locuaz afiebrado por deportar gente sin papeles, convendría recordarle su origen y su pasado. Y coronar con una enfática recomendación: ¡Desfronterízate, NP! (Nieto de Proxeneta)

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Pedro(86870)01 de febrero de 2025 - 04:52 a. m.
Muy buena columna
Alba(46837)31 de enero de 2025 - 11:54 p. m.
Me gustó!
orlando(45745)31 de enero de 2025 - 08:59 p. m.
Muy informativa, buena historia, felicitaciones.
luis(26884)31 de enero de 2025 - 02:53 a. m.
Ah...lo de Stormy Daniels es hereditario...
Amadeo(14786)30 de enero de 2025 - 11:29 p. m.
Esa columna lo que demuestra es como es el carácter empresarial de los alemanes, que llegaron a USA no como una carga para el estado sino como verdaderos emprendedores que ayudaron a construir el imperio que es hoy la economía norteamericana
  • Mar(60274)31 de enero de 2025 - 07:00 a. m.
    Con prostíbulos?
  • Hernando(15093)30 de enero de 2025 - 11:50 p. m.
    En serio?
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