Las Fuerzas Armadas y la Policía deberían abordar el problema de la violencia sexual dentro de sus filas antes de que estalle un escándalo.
El discurso académico importado sobre la violación como arma de guerra opacó la naturaleza de los ataques sexuales en el conflicto colombiano. Se destaparon los abusos de militares gringos con menores de edad cerca de Tolemaida, ha habido un mínimo avance en el reconocimiento de la violencia contra las mujeres por sus compañeros y comandantes, paramilitares o guerrilleros, pero del abuso sexual dentro de la fuerza pública aún no se habla. Para esa dimensión silenciada de la guerra, las experiencias de países desarrollados son ilustrativas. Si con violencia controlada, menos machismo y justicia operante la incidencia de esos ataques es preocupante, en medio de una confrontación armada la situación debe ser peor.
El año pasado se publicó “La Guerra Invisible”, un libro que resume la investigación de dos periodistas francesas sobre abusos sexuales en el ejército de su país. El principal hallazgo: mucho más que entre la población civil, existe una ley del silencio, una verdadera omertá alrededor de esos ataques. Las víctimas son persuadidas por sus superiores para no denunciar, o silenciadas con una orden o un traslado.
Léa ingresó a los 27 a un regimiento de artillería y cinco años más tarde salió destruída. Inicialmente estuvo feliz por la vida deportiva y al aire libre. Le molestaban comentarios tipo “¿cuando me lo besas?” al saludarla, o alusiones al Tampax ante un hilo suelto en su vestido, pero “como todo el mundo lo acepta, es fácil acostumbrarse”. La situación cambió con su primer trabajo bajo las órdenes de quien le enviaba mensajes con un infalible “besitos”. Se trataba de un oficial con tres décadas de servicio y el doble de su edad. Pronto los textos fueron explícitos. “¿Cuál es tu posición preferida? A mí me gustaría a cuatro patas”. Léa borraba lo que recibía pero se sentía cada vez peor. No fue fácil contarle a las periodistas lo que siguió, las violaciones. Aún se sentía culpable por no haber hecho lo suficiente para evitarlas. Con la disculpa de revisar el dormitorio, el jefe se metió en su cama. Después, por emilio, le ordenaba ir a su despacho para violarla. “Yo me negaba, pero él era mi superior. Al final acabé desnudándome apenas entraba”. Tras varios años de abusos habló con un médico militar. Fue declarada no apta y luego dada de baja. Su agresor se pensionó tranquilo.
El acoso se intensifica durante las operaciones militares, que para los franceses son en el exterior. “A la presión se suma una sensación de impunidad, algunos creen que todo está permitido”. El acoso y maltrato también son generalizados en los cursos de preparación para ingresar a las fuerzas armadas. “Una pequeña minoría no tiene problema en insultar a las mujeres. Algunos incluso se niegan a dirigirles la palabra”.
Como la proporción de denuncias es tan baja, ni siquiera se sabe en qué momento de la carrera militar hay más abusos. Las periodistas anotan que lo más perverso es la subordinación rígida e incontrovertible. El macho absoluto dándole órdenes sin derecho de réplica a las mujeres bajo su mando es casi un diseño experimental para favorecer el acoso laboral. “En el ejército, todo depende del superior, y no se acepta ninguna voz divergente” dice un oficial retirado. “En casi la totalidad de los casos, se ordena el traslado de la mujer que destapa el escándalo. Muchas de ellas, sin ningún apoyo, piden una licencia por enfermedad”. El Ministerio de Defensa francés no hace públicos estos datos.
La vulnerabilidad es aún mayor cuando, como ocurre en las fuerzas armadas norteamericanas, las mujeres que se atreven a denunciar sufren retaliaciones de sus compañeros. Un estudio del Pentágono señala que las dos terceras partes de los casos de violencia sexual reportados en el último año fueron seguidos de represalias contra las denunciantes.
El Ministerio de Defensa está en mora de elaborar y hacer público un diagnóstico de la situación, con medidas para que los ataques sexuales internos se denuncien, un requisito para controlarlos. Si por allá llueve, por acá puede estar cayendo una tormenta.