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Mirar bizcochos para distraer el apetito

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Mauricio Rubio
29 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.
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Activistas intolerantes complicarán las relaciones entre extraños por equiparar ganas con acción y desconocer la sexualidad masculina.

Cuando tras una discusión con foristas de La Silla Vacía renuncié a defender el piropo, entendí que el asunto no paraba ahí: las militantes buscan erradicar cualquier expresión pública del deseo, incluyendo el inofensivo placer de mirar mujeres. Así lo ilustra una joven egipcia con cámara escondida que constató escandalizada cómo la miraban al pasar. Incapaz de entender que lo absurdo para ella es placentero para ellos, pide represión. Olvida la medida impuesta por regímenes autoritarios, cuya eficacia la corrobora una neoyorquina: caminando con pantalón y camiseta la siguen muchos ojos pero con túnica y velo pasa desapercibida.

“La dieta me está matando del hambre, ¿me acompañarías a Pan Fino a ver bizcochos?” Así de insólita fue, hace años, una invitación de Elsa, mi amiga más divertida. Salimos de la oficina hacia la pastelería, ella miró ávidamente las provocaciones expuestas, sin preguntar ni pedir nada. Poco después salió satisfecha. En ese momento sólo me reí, pero hoy veo la alegoría de un hombre alimentando el ojo: un gratificante mirar sin tocar, ni decir, ni esperar nada del objeto del deseo.

El gusto por los bizcochos o los cuerpos es natural, y toca controlarlo. La fábula de que apreciar formas femeninas es una tara cultural, una conspiración patriarcal para someter mujeres, dificulta domesticar la sexualidad masculina. Esa retórica que desinforma y polariza no ha atajado el acoso callejero, que parece haber aumentado. Para dominar impulsos, nada reemplaza la fuerza de voluntad, que debe ejercitarse como un músculo. Al controlar el deseo funcionan ciertas neuronas, que entre más trabajan, mejor desarrollan conexiones para fortalecer el aguante. Deslumbrarse sin tocar, sin chistar, podría ser una gimnasia cerebral más eficaz que la idea de la mujer objeto, tan contradictoria, estéril y tediosa que debe atrofiar neuronas.

Una alternativa a provocarse con bizcochos es evitarlos. Observando el consumo infantil de golosinas se ha constatado que quienes mejor controlan su apetito las retiran, o se voltean. Los adultos también apartan o esconden tentaciones para resistirlas. Es lo que prescribe el Corán contra la atracción por mujeres desconocidas. Otra opción, idealista y agobiante, es invocar un ente superior, cultura o dios, que mate el deseo. El clamor agustiniano -"Señor, hazme casto, pero no todavía”- recuerda que lo más sensato es entrenar la fuerza de voluntad. La misma cantaleta contra cualquier expresión del apetito sexual no sólo incomoda e incordia sino que no funciona. Un manoseador de bus no actúa así porque se ahorró la diatriba de la mujer cosificada, sino porque carece de autocontrol. Sobra recordarle lo que sabe -eso no se hace- y es un despropósito sugerir que fue masculinizado para agredir, o asemejarlo al inocente soñador que otea bellezas desde la ventanilla. Hasta los curas distinguen las ofensas de pensamiento o palabra de las acciones y para un “acúsome por desear una transeúnte” ya no debe haber penitencia. Condenar gestos baladíes o las simples ganas porque no encajan en una sexualidad imaginaria y contra evidente no ayuda a definir estándares de comportamiento en público.

Vetar el cuerpo femenino como gancho de atracción en la publicidad y los medios es tan razonable como factible; pretender que las curvas, a veces conscientemente expuestas, no atraigan miradas masculinas es una quimera que distrae esfuerzos de lo que realmente importa. La sexualidad depende de muchos factores que interactúan en el cerebro sin que se comprenda bien cómo. El conocimiento ha avanzado más para el apetito por alimentos: ahora se sabe que es tortuoso e inútil regañar a la gente garosa exigiéndole que sea como no es. Toca reconocer los impulsos naturales, su variedad, las diferencias individuales en la capacidad para controlarlos así como el alcance y el momento oportuno de la educación. Las respuestas al machismo deben basarse en un diagnóstico idóneo, empírico, no doctrinario, y establecer prioridades según el daño causado, no los estándares utópicos y arbitrarios de alguna militancia.

Georges Wolinski el de Charlie Hebdo dibujó fascinado cuerpos femeninos toda su vida y fue la antítesis del acosador. Siempre le fue fiel a su esposa Maryse, que de joven posó desnuda para afiches publicitarios pero, feminista tardía, acabó obsesionada por “curarle la misoginia”. Él murió sin entender por qué la pasión de su vida se volvió nociva. Sus caricaturas con “senos y nalgas” eran tan divertidas e inocuas como Elsa escudriñando bizcochos: un recurso placentero para soñar con lo prohibido, distraer el apetito y, quien quita, entrenar la fuerza de voluntad.

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