Mujeres farianas, de Marquetalia a la paz

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Mauricio Rubio
14 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.
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Inicialmente, en las Farc casi no había guerrilleras. Durante los 80 aumentaron y rejuvenecieron. Desde el Caguán se diversificaron tanto que sería un desatino ignorar sus diferencias.

Cuando Jacobo Arenas llegó a Marquetalia en 1964 para informar del ataque a la región, “52 campesinos y dos mujeres” de la autodefensa campesina decidieron evacuar. Según testimonios recogidos por Arturo Alape, “en el grupo móvil éramos 27, incluyendo tres mujeres”. Con tales superávits masculinos, se entiende que rondaran prostitutas. Arenas menciona “mujerzuelas de mala muerte” que creían enviadas por el ejército. Tirofijo habla del desequilibrio por sexos y del peligro de espionaje con los amoríos fugaces.

En los 70, con cuadros urbanos, todavía hay poquísimas combatientes. Jaime Bateman, fundador del M-19 y mujeriego empedernido, tuvo que controlarse en las Farc. Con semejante escasez femenina, “se desesperan los que no tienen compañera”. Por eso las relaciones debían ser monógamas y estables: “no puede permitirse la infidelidad”, predica cual cura acuartelado: sería “facilísimo que un comandante ejerza privilegios sexuales o que una guerrillera que pase de hamaca en hamaca la liquiden”. Las relaciones furtivas con campesinas eran imposibles porque las familias se quejaban de que “las muchachas no podían salir solas”. Bateman no lo cuenta, pero seguramente visitaban burdeles pueblerinos.

Según datos de la Memoria Histórica, el enganche de menores empezó 20 años después del nacimiento de las Farc. En la visita que Alma Guillermoprieto, periodista mexicana, le hizo a Tirofijo en 1986, la sorprendió su escolta, “conformada básicamente por mujeres jóvenes… los comandantes estaban envejeciendo, (pero) guerrilleros y guerrilleras eran de una juventud asombrosa”.

Otro quiebre del reclutamiento ocurrió en el Caguán. Las Farc alcanzaron gran prestigio por su poderío económico, un amplio territorio donde se movían a sus anchas sin persecución militar y el plantón al presidente Pastrana al iniciarse los diálogos. Las solicitudes de ingreso crecieron tanto que saltaron los filtros: entraron campesinos, infiltrados y hasta delincuentes. El imán fue poderoso: en San Vicente “niños, niñas y jóvenes solicitan (a distintas autoridades) que intercedan para su ingreso a las FARC”. Con orgullo, Tirofijo proclamaba “tenemos una norma: reclutamos de 15 años en adelante”.

Según una reinsertada, “cuando llegué a la guerrilla, era indispensable pertenecer a una familia conocida. Pero en el despeje, los reclutadores iban a zonas cocaleras, donde había cientos de raspachines y andaban en moto, con buenas camisas, jeans, lociones… En las discotecas, ya borrachos decían: ¿por qué no ingresan a la guerrilla? Allá tienen de todo, van a vivir muy bien”. Simultáneamente, los burdeles eran visitados por guerrilleras armadas hasta los dientes y ataviadas con muchas joyas que atraían insólitas reclutas para la tropa femenina.

Entrevistada cuando lanzó en Argentina el libro sobre su cautiverio, Ingrid Betancourt anotó que "en general las guerrilleras ejercieron antes la prostitución, por lo que ven las FARC como un ascenso". Según Luis Eladio Pérez, también secuestrado, “la guerrilla recluta mujeres que han sido prostituidas casi desde niñas, y para ellas ser guerrilleras representa una opción de vida”. Lejos de cultivos de coca, una secuestrada anotó en su diario que de las siete mujeres del frente una había sido prostituta; sospechaba de otra que “tiene su caleta decorada con hebillas, moños, esmaltes, maquillaje y maripositas” y cuya torpeza como combatiente era evidente.

Eladio Pérez quedó desconcertado cuando lo llevaron al Caquetá para agruparlo con otros rehenes. “La guerrilla mandó muchachas bien chuscotas. No sé si eran guerrilleras o prostitutas pagadas para que entretuvieran el puesto de policía”. Su confusión persistió con el trueque de favores por sexo de las rangueras, “guerrilleras que tienen amores o se asocian con los guerrilleros de cierto rango (que) se pueden dar el lujo de comprarles un detalle”. Así, la mujer que había vendido sexo en zona cocalera antes de ser fariana, que se sentía “superior a las demás”, competía con jóvenes reclutadas vírgenes en regiones campesinas. Esas otras relegadas bien podrían ser Rosas Blancas que luego desertaban.

Las prepagos de narcos, paramilitares o esmeralderos eran aventuras efímeras, paralelas a la familia. Pero en las Farc una ranguera sexualmente experimentada no sólo obtenía beneficios económicos sino que podía enamorar al comandante y organizarse. Una secuestrada, rehén por varios años, me contó que el comandante del frente donde estaba satisfacía todos los caprichos de la compañera, una ranguera orgullosa de su poder sobre él. Ante tales escenarios, es tentador especular sobre el papel que pudieron jugar algunas farianas en la firma del Acuerdo.

El ingenuo supuesto habanero de una guerrilla campesina que soñaba volver al terruño se derrumbó con las disidencias. Falta destacar la influencia que tuvo sobre los mandos medios el pujante comercio sexual alrededor de la coca. Tal vez el Nobel de la Paz debió ser compartido con damiselas cuya existencia niegan muchas feministas.

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