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El dictador no se rinde

Miguel Ángel Bastenier

08 de febrero de 2011 - 11:18 p. m.

Hosni Mubarak sabe que su papel en la historia de Egipto está en juego, razón suficiente para aferrarse al poder.

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El presidente-dictador de Egipto, Hosni Mubarak, sabe perfectamente que su régimen está condenado, pero se mantiene obstinadamente en el poder, siquiera en sus aspectos más formales, y con ello libra la última batalla en defensa de su concepción del país, enfrentamiento cuyo resultado determinará si el levantamiento popular ha sido toda una revolución o sólo un amotinamiento menor.


A nadie le tiene que extrañar que Mubarak tenga partidarios y que éstos salgan violentamente a la calle para defender a su líder. En casi 30 años el régimen ha creado extensas redes clientelistas integradas por miembros de profesiones liberales, políticos, administradores y simples empleados de la vasta burocracia de un sistema en el que un trabajo ha sido con frecuencia la recompensa a la fidelidad política. Esos son los que han hostigado a la protesta, contando con reblandecer así a la oposición hasta que acepte negociar con el poder algún tipo de transición controlada hacia un mínimo común denominador de contenido democrático.


Mubarak no se considera a sí mismo un dictador; está persuadido de que la estabilidad que su régimen de mano dura, si bien errática, ha procurado al país ha sido una verdadera bendición; y sobre todo no admite que él pueda ser un segundo Ben Alí, el presidente derrocado de Túnez, y por ello verse condenado al exilio. El líder egipcio resiste para defender su permanencia en el país, libre de cualquier clase de persecución judicial de su familia, de su círculo, de sus seguidores, de sus empleados. El mubarakismo ya no existe, pero su fundador no está dispuesto a aceptar un veredicto infamante de lo que entiende que ha sido su obra. Y en ese forcejeo, que el ejército consiente como un Pilatos que confía en que gane quien gane, al final seguirá siendo el único poder indiscutible, Hosni Mubarak está haciendo algo sorprendente: torear a Obama, que estaría mucho más a gusto si se hubiera retirado y fuera su vicepresidente, Omar Suleiman —aunque apenas más presentable—, quien estuviera negociando con la oposición. Al presidente norteamericano le están empezando a ningunear con rara frecuencia en Oriente Próximo, primero el jefe de gobierno israelí, Benjamín Netanyahu, que escucha sus admoniciones contra la expansión de las colonias en Cisjordania y Jerusalén como quien oye llover, y ahora Mubarak que desmiente así un tanto la condición de títere sin remisión de su gobierno.

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La solución que Occidente, y en particular Estados Unidos, preferiría es probablemente la formación de un gobierno de concentración nacional, quizá dominado por la oposición, pero con presencia del oficialismo, y presidido por alguien tan moderado y burocrático, todo menos un arrebata-corazones, como el Nobel de la Paz Mohamed El Baradei, a quien hoy le honra la vesania con que lo trata la extrema derecha norteamericana, el Tea Party, calificándolo absurdamente de agente secreto de Irán, y apologista del régimen de los ayatolás. Pasa que echa mucho de menos a Mubarak en sus días de Júpiter tonante.


La oposición es una amalgama a la que sólo une su valerosa exigencia de democracia. En ella figuran elementos de la lucha obrera, intelectuales de izquierda, sindicalistas que pueden ser calificados en el mundo árabe de razonablemente laicos, y todos ellos junto a la poderosa Hermandad Musulmana, que fue con su fundación por Hassan el Banna en 1928 la primer gran organización islamista en el mundo musulmán suní. Pero la identificación entre islamismo y terror es una operación gravemente reduccionista que sólo conviene al fanatismo del protestantismo evangélico. La Hermandad ha hecho repetidas veces profesiones de fe democrática, los tiempos en  los que propugnaba el crimen político se hallan muy lejos en el pasado y habría que conectarlos con la persecución que sufrió bajo el mandato de Gamal Abdel Nasser (1952-70) y de manera más esporádicamente hasta la fecha.

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Cuando se producen grandes conmociones florece la funesta manía de asegurar que el cambio es irreversible. Y ya vimos para qué sirvió la creación de una autonomía palestina, donde lo único que parece irreversible es la colonización israelí. En el caso de Egipto sólo está ya decidido que, antes o después, Mubarak dejará la escena y que se producirá algún tipo de liberalización del país, pero todo lo demás está aún sub iúdice, y el Antiguo Régimen quiere como mínimo incorporarse a la nueva situación con todos los pronunciamientos favorables y hasta el último penique en la faltriquera. La diplomacia norteamericana habría de mostrarse mucho más enérgica para impedir que eso ocurra.


 * Columnista de ‘El País’

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