No se trata de hacer de abogado del diablo. Donald Trump es, por supuesto, impresentable y, salvo sus partidarios que son bastantes pero están muy lejos de constituir una mayoría, el mundo entero así lo siente y en Europa ni la extrema derecha tiene afán de amigarse con el megamillonario norteamericano, que aspira a la presidencia de EE. UU. Pero no hay bien que por mal no venga.
La primera consideración es que parece francamente difícil que ocupe un día la Casa Blanca; estamos hablando, por ello, de un brindis al sol, una correría que expresa una frustración de parte del electorado norteamericano socialmente más modesto, y con buenos motivos para ello como su participación cada día más desigual en los ricos frutos del capitalismo. La suerte electoral de Trump representa por ello una realidad que conviene conocer y no una excentricidad banal.
La segunda se deduce de lo que podría ocurrirle a la candidatura republicana si, por algún fuerte imponderable, Trump no resultase elegido. Si el candidato no tuviera que ser el neoyorquino del barrio neoyorquino de Queens –como Frank Sinatra–, la suerte parece que recaería en el senador Ted Cruz. Y el contraste entre ambos, sin salirnos de la extrema derecha, es considerable. El magnate de lo mediático es el producto genuino, un euroamericano de muy limitada formación académica, fundido en el crisol de la anglosajonidad —aunque no sea de ascendencia británica, confortablemente cargado de prejuicios orientados contra el Islam y el fondo católico del mundo latinoamericano; la síntesis, en suma, versión embrutecida de un conocido miembro de la elite intelectual de EE. UU., Samuel P. Huntington, autor del famoso ‘choque de civilizaciones’, que si ya preocupaba por su afición a ver en el Islam el gran íncubo del futuro, en su última obra, ‘Quienes somos’, se desmelenaba proclamando su temor a que la inmigración, de nuevo latinoamericana y católica, cambiara el presunto carácter esencial e inmutable del país de los Padres Fundadores.
Ted Cruz, en cambio, sin quitarle ni una coma al programa racista, igual de virulento contra la inmigración, aunque expresado de forma algo más atildada, que Donald Trump es la viva imagen del advenedizo, más papista que el Papa. Nacido en Canadá, de padre cubano y madre estadounidense, toda su vida ha sido una ascensión a los cielos sociales de lo genuinamente nativista y pluscuam-norteamericano. Su padre ha sido pastor protestante, lo que no es ni bueno ni malo, solo peculiar, y el propio Cruz es evangélico. Pero, sobre todo, no habla español, con lo que de latino tiene no más que reminiscencias, y no quiere representar más que macizo de la América anglosajona. Cruz tiene, sin duda, todo el derecho del mundo a representar a quien le convenga y acepte, pero es solo un proyecto de ascesis hacia lo genuino.
Y, finalmente, Trump, que le hace el favor inmenso a Hillary Rodham Clinton de ser quien menos posibilidades tiene de derrotarla, puede suponer un descalabro para los republicanos que liquide o debilite por un tiempo su ala ultraderechista, que se identifica con el movimiento del Tea Party. No en vano la figura más representativa de esta corriente, Sarah Palin, ya se ha declarado ‘trumpiana’ de corazón. Algo relativamente parecido se vivió en 1964, cuando a la muerte de John F. Kennedy, se enfrentaron el derechista no reconstruido, Barry Goldwater, y el vicepresidente Lyndon B. Johnson. Y el candidato demócrata cosechó la victoria más abultada del siglo, de 65% a 35% del voto popular. El resultado propinó un severo correctivo al ultraconservadurismo republicano, aunque Goldwater fuera todo un caballero que, si decía lo que pensaba, lo hacía con otra delicadeza.
Y como en esta película el bien y el mal andan groseramente amalgamados, esa derrota podría ofrecerle al Partido Republicano la ocasión de reasentarse, de pensarlo mejor y no entregarse sin freno a los placeres de hablar claro y mostrar su cara menos grata. Trump puede tener el apoyo de alrededor de un tercio del electorado y bastante menos del censo –en EE. UU. apenas se rebasa el 50 o 55% de asistencia a las urnas–, pero con la importante nota al pie de que el que no le vota casi siempre le aborrece. Por eso, un postrer efecto ‘beneficioso’ de la operación Trump podría ser que actuara como una vacuna para que pasase mucho tiempo antes de que nadie osara embarcarse en operación semejante.