UN BUEN INDICADOR DE LA MADUrez de un país es la claridad de su ordenamiento institucional.
Las constituciones fueron ideadas para luchar contra el arbitrario monárquico, fijando poderes y responsabilidades entre las instituciones que debían ejercerlos. En Colombia estamos muy lejos de ese ideal. Nunca en la historia de nuestra República hemos observado una mayor cacofonía institucional. Analicemos algunos ejemplos.
El caso de la asignación de un tercer canal de televisión es dramático. El Ministerio de Comunicaciones, la Comisión Nacional de Televisión, el Consejo de Estado y la Procuraduría General de la Nación tienen sus propias interpretaciones sobre el tiempo, costo, contenido y naturaleza del proceso adjudicatario del nuevo canal. Las visiones contradictorias son amplificadas por los medios de comunicación, varios de ellos interesados en que el proceso salga adelante y otros empeñados en torpedearlo. Triste espectáculo el que brinda un país cuyas instituciones públicas son incapaces de proteger el bien común y se libran a una lucha intestina por el poder. Este desorden dará lugar, en cualquier escenario, a colosales demandas de quienes sientan que sus intereses están siendo perjudicados por la cacofonía institucional.
¿Y qué tal la designación del futuro Fiscal General? Unos dicen que la Corte Suprema tiene razón, otros insisten en que el Gobierno la tiene. Otros creen que el Poder Judicial está dando golpes de Estado a la institucionalidad, algunos argumentan que los magistrados defienden el Estado de Derecho. Mientras tanto, una pieza clave del funcionamiento de la justicia está en el aire y no se sabe cuándo se resolverá el impasse. Lo primero que sucederá será la demanda contra el proceso de elección del nuevo Fiscal con sus posteriores interpretaciones contradictorias de las Altas Cortes.
El referendo para la modificación de la Constitución también es un camino lleno de interrogantes. Que el tiempo no alcanza, que los magistrados de la Corte Constitucional están impedidos, que la Registraduría no validará la contabilidad del proceso de recolección de firmas, que no es posible organizar la consulta, que no se sabe cuál será el censo electoral. Mientras tanto el proceso político está suspendido, pendiente de que las reglas de juego se aclaren en algún momento. Y vendrá una larga lista de demandas contra cada decisión de las autoridades que dejarán en vilo, durante años, su legalidad.
Ni hablar de casos tragicómicos como el del Palacio de Justicia, la disputa entre los Gilinski y el Banco de Colombia, el miti-miti o la muerte de Galán, en la que diferentes instancias han fallado en sentido contradictorio generando una enorme confusión y procesos que resultan interminables.
El caos legal de este país tiene grandes benefactores. Los bandidos le apuestan al vencimiento de los términos, pues saben que en esta anarquía judicial ellos son ganadores. Los corruptos saben que siempre encontrarán una rendija por la cual escaparse. Los asesinos aprovechan la incapacidad de las instituciones para probar su culpabilidad.
Gracias al caos judicial, este país se parece cada vez más a un bulto de anzuelos.