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Las democracias se asemejan a edificios con cimientos robustos y pilares que las sostienen. Su estabilidad reside en el equilibrio de poderes, en la participación ciudadana y en el respeto a las instituciones. En contraste, las autocracias se asemejan a una columna vertebral donde el miedo es la única vértebra que la sostiene. Un miedo que se transmite como una corriente eléctrica desde la cúspide del poder hasta la base de la sociedad.
En este sistema, la autoridad no emana del consenso ni de la legitimidad, sino del temor. El gobernante autocrático se erige como figura omnipotente e infalible, y cualquier disidencia es castigada con severidad. Este miedo no solo permea la relación entre el líder y el pueblo, sino que también se reproduce en cada escalón de la estructura de poder. Cada funcionario teme a su superior, y este a su vez al que está por encima, en una cadena que perpetúa la obediencia ciega.
El caso de Irán ilustra con crudeza esta dinámica. Durante décadas, la República Islámica mantuvo su dominio a través de la represión y la propaganda, cultivando una imagen de fortaleza e invulnerabilidad. Sin embargo, la reciente implosión de Hezbollah, su principal proxy en la región, asestó un golpe devastador a su prestigio.
La rápida derrota de Hezbollah, consumada en apenas tres semanas tras la detonación de explosivos en sus bases, ha puesto en evidencia la vulnerabilidad del régimen iraní. La narrativa de invencibilidad cuidadosamente construida se resquebrajó, y con ella, el miedo que la sustentaba.
Este escenario plantea una amenaza existencial para la autocracia iraní. Al erosionarse el temor, se debilita el control sobre las estructuras de poder. Los mandos intermedios, antes sumisos, podrían empezar a cuestionar las decisiones del líder, y la población, envalentonada, podría atreverse a desafiar al régimen.
La historia ofrece numerosos ejemplos de este fenómeno. La caída del bloque soviético, simbolizada por el derrumbe del Muro de Berlín, fue precedida por una pérdida de confianza en el liderazgo comunista. El miedo, que durante décadas había mantenido cohesionado al imperio, se evaporó, dando paso a la desintegración y al cambio.
Irán, en su desesperación por recuperar el control, podría recurrir a medidas cada vez más drásticas. La represión interna podría intensificarse, y la agresividad en política exterior podría aumentar. Sin embargo, estas acciones podrían resultar contraproducentes, acelerando la descomposición del régimen.
La lección para otras autocracias, como China y Rusia, es clara. El miedo es un cimiento frágil sobre el cual construir un sistema de poder. La estabilidad a largo plazo requiere legitimidad, consenso y la capacidad de adaptarse a los cambios. La obsesión por mantener el control a través del temor puede conducir, paradójicamente, a la pérdida del mismo.
El caso de Irán nos recuerda que incluso los regímenes aparentemente más sólidos pueden ser vulnerables. La pérdida de prestigio, como la que ha experimentado la República Islámica tras el colapso de Hezbollah, puede desencadenar un efecto dominó, erosionando el miedo y debilitando los cimientos del poder autocrático.
Las cosas como son.
* Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en todas las plataformas.
