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De nuestra historia de seguridad con Estados Unidos y otros demonios

Natalia Herrera Durán

17 de noviembre de 2025 - 12:05 a. m.

En la mañana del 11 de noviembre, la periodista Natasha Bertrand, de la cadena de noticias CNN, reveló que el Reino Unido dejó de compartir servicios de inteligencia con Estados Unidos sobre embarcaciones en el Caribe porque no quieren ser cómplices de los ataques militares estadounidenses. Pocas horas después, el presidente Gustavo Petro, en su estilo arrebatado y poco diplomático, citó la noticia de Bertrand y, en la misma dirección británica, ordenó a la fuerza pública suspender el envío de información a agencias de seguridad estadounidenses.

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Hasta el 13 de noviembre, las acciones militares gringas frente a las costas colombianas y venezolanas sumaban 80 muertos, de acuerdo con la opaca confirmación que ha dado el Pentágono, porque no se conocen ni siquiera las identidades de quienes han perdido la vida en estos dos meses. “Ejecuciones extrajudiciales que violan el derecho internacional”, advirtió el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türke, el 31 de octubre, sin que nada haya pasado.

Por el contrario, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, anunció que los ataques seguirán y que la operación Southern Spear, o Lanza del Sur, expulsará a los supuestos narcoterroristas de “su hemisferio” y protegerá a su patria de las drogas que están matando a su gente. Así lo escribió, sin ningún respeto por la soberanía de los demás países del continente, y en contra de toda evidencia, porque si hay una droga que esté matando estadounidenses es el fentanilo (80.391 personas en 2024) y no la cocaína que viene del sur.

Tras la salida de Petro, un tanto impulsiva, no se hicieron esperar las confesiones alarmadas de políticos y exfuncionarios colombianos de otros gobiernos diciendo que suspender la cooperación de inteligencia con Estados Unidos afectaba de forma grave la seguridad nacional. No es para menos. Colombia ha aceptado el discurso de seguridad planteado por los gringos, sin chistar, desde la década de 1950: primero, la guerra contra el comunismo; segundo, la guerra contra las drogas, y tercero, la guerra contra el terrorismo.

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En los 50, cuando estalló en Corea el primer conflicto de la posguerra, el único país de Latinoamérica que se involucró fue Colombia. Allí se formó una generación de militares y estadistas, liberales y conservadores, obsesionados contra el comunismo. En la era Rojas Pinilla esta dependencia se acentuó al punto que se prohibió el comunismo en 1954. Durante el Frente Nacional, inicialmente Alberto Lleras buscó la vía de las amnistías y el diálogo con las nacientes insurgencias, pero las presiones internas y las de Estados Unidos derivaron en el Plan Laso, con un fuerte componente militar que terminó en la Operación Marquetalia. A partir de entonces se abrió paso la doctrina de Seguridad Nacional y la capacitación de los militares en unidades militares estadounidenses.

En 1971, cuando Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas y creó la DEA, se incentivó la cooperación judicial en ese asunto. En 1981, el gobierno Ronald Reagan incrementó esa directriz y Colombia terminó siendo uno de los epicentros de esa guerra. Cuando el monstruo narco parecía debilitarse, tras la caída de Pablo Escobar y los Rodríguez Orejuela, el control político, a través del discurso de seguridad, encontró nuevas fórmulas: la Lista Clinton, la certificación antidrogas, la clasificación de organizaciones terroristas. Así hasta llegar al Plan Colombia, que firmó el gobierno Pastrana, y profundizó el gobierno Uribe, cuando fuimos el tercer país del mundo que más ayuda militar recibió de Estados Unidos.

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La historia que les cuento por encimita está bien documentada en el libro de Hallazgos y Recomendaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad. Lo cierto es que estamos en mora de adoptar una visión propia de nuestros problemas de seguridad, paz y control del orden público, más ahora cuando la política gringa depende de los caprichos de un loco.

Por Natalia Herrera Durán

Periodista de Investigación. Trabajó en El Espectador desde el año 2010 y durante 15 años. Le interesan los temas sociales y de denuncia.@Natal1aHnataliaherrera06@gmail.com
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