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Diatriba contra el mandato de la eterna juventud

Natalia Herrera Durán

29 de diciembre de 2025 - 12:05 a. m.

Confieso que he perdido el gusto por surfear en las redes sociales. Ya saben ese scroll hacia abajo, infinito, ansioso y frenético, de videos cortos que desde hace un tiempo tiene menos que ver con tu red de amistades o familiares y mucho más con productos o ideales “angloblanquitos” que buscan venderte. A mí, que estoy cerca de cumplir 40, ha empezado a bombardearme con “cosas que debo hacer para estar delgada y fuerte a los 40”, “cinco ejercicios para levantar la cola después de los 30”, “trucos para evitar los párpados caídos”, “drenaje linfático para parecer más joven”, “dieta de déficit calórico para volver a los 20”, “sesión para unos hombros redondos”, “tres pasos para ejercitar tu cintura y no parecer mayor” y, claro, la infaltable rutina facial o “skin care para no envejecer”.

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No soy la única, por supuesto. Varias amigas sienten esa presión que se filtra en las fiestas de Fin de Año con algún comentario desentonado. La presión por la “eterna juventud”, que experimentan las mujeres con intensidad a partir de los 35 no es un simple capricho estético, y tampoco es nueva. Es, por el contrario, un viejo y poderoso dispositivo de control para despojar a las mujeres de su autoridad social y política, justo cuando alcanzan la madurez. Una forma de “disciplinamiento” que se impone con fuerza cuando pueden ser más autónomas y, por tanto, más peligrosas para el sistema, como señaló Naomi Wolf en El mito de la belleza.

En Occidente, esa presión se intensificó con la Revolución Industrial y la consolidación del capitalismo. El cuerpo de la mujer empezó a ser visto como “máquina” que pierde valor si no es capaz de trabajar o reproducirse biológica o eróticamente. Así lo explicó la filósofa feminista Silvia Federici cuando analizó cómo el cuerpo de la mujer mayor, que deja de ser fértil, pierde su “función social” dentro de ese esquema de producción. “Para una mujer, envejecer es un proceso de desposesión (…) El doble rasero del envejecimiento condena a la mujer a ser evaluada únicamente por su apariencia, mientras que el hombre es evaluado por lo que hace”, dijo también Susan Sontag en su célebre ensayo de los setenta cuando analizó el doble estándar sobre el envejecimiento que existe.

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Con la profesionalización de la medicina y la entrada de la industria cosmética en Estados Unidos y Europa, durante finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, el éxito social de la mujer empezó a vincularse menos con la pureza y la moralidad y más con ocultar el paso del tiempo mediante el consumo de productos, como lo documentó en su libro sobre la cultura de la belleza gringa la historiadora estadounidense, Kathy Peiss.

A partir de los años 70 esa presión por la eterna juventud no ha dejado de escalar. Al tiempo que las mujeres empezaron a alcanzar derechos políticos y sociales, como el voto o la interrupción voluntaria del embarazo, el sistema ha reaccionado con estándares estéticos cada vez más inalcanzables. Wolf ha llamado a esto la Contrarreforma de la Belleza. Y creo que es un concepto que hoy tiene un claro ejemplo en las redes sociales con las llamadas Tradwifes (acrónimo de traditional wife o esposa tradicional). Esas populares influencers que idealizan la vida doméstica de la clase media blanca gringa de los años 50, donde la mujer vivía, exclusivamente, para mantener el hogar y maternar a los hijos y al marido.

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Una vida que, además, se aleja demasiado de las condiciones materiales que viven las mujeres en nuestra región. En América Latina, “envejecer tranquilo” es un privilegio de clase. Para la mayoría de las mujeres en nuestro continente envejecer es sinónimo de precariedad económica y sobrecarga de cuidados, como lo visibilizó la chilena Mónica Zalaquett. “Nuestra lucha no es contra la edad, sino contra un modelo de humanidad que nos obliga a blanquearnos y a estirarnos para encajar en un ideal que nunca fue nuestro. Reclamar nuestra vejez es un acto de soberanía decolonial”, escribió con lucidez la dominicana Yuderkys Espinosa Miñoso.

La vejez es el último reducto de la libertad femenina. “Cuando ya no tenemos que complacer a nadie, porque el mercado del deseo nos jubiló, podemos empezar a ser nosotras mismas, si tenemos el valor de no disfrazarnos de jóvenes”, dijo la española Anna Freixas. No digo que sea un camino fácil, menos hoy, con la propaganda avasalladora que tiene el mandato de la eterna juventud. Pero no estamos solas. Yo tengo a Vivi y a Mari, y a otras brujitas que leo y admiro porque, día a día, se resisten a creer la seductora mentira de que solo tenemos valor mientras ocultemos las arrugas.

Por Natalia Herrera Durán

Periodista de Investigación. Trabajó en El Espectador desde el año 2010 y durante 15 años. Le interesan los temas sociales y de denuncia.@Natal1aHnataliaherrera06@gmail.com
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