Tenía unos 9 años. Su rostro estaba cubierto por un pasamontañas fucsia. Solo se alcanzaban a ver sus ojos: despiertos, marrones y almendrados. Sostenía, con ayuda de su madre, una pancarta en la que se leía: “Mi hogar no era seguro porque estabas tú, abuelo”, junto a la foto de un hombre de pelo canoso y cachetes robustos. Como ella había otras niñas, niños y adolescentes, junto a sus abuelas, tías o madres, con mensajes similares. Caminaban sin miedo y sin culpa. Gritaban arengas rabiosas; otras, alegres; a veces solo decían: “A mí sí me creyeron”, y se abrazaban entre sí. La escena sucedió en Ciudad de México. Cuando la presencié recuerdo que me impactó. Me conmovió hasta las lágrimas su coraje y su dignidad. En Colombia nunca he visto un contingente de infancias víctimas de violencia sexual alzando su voz.
Y no es que crea que la violencia sexual hacia las infancias en México sea menos grave que en nuestro país. La Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) advierte que las niñas y adolescentes representan más del 70 % de las víctimas de delitos sexuales reportados en el país y que los agresores están en sus círculos cercanos o familiares. La misma historia que en nuestro país.
Pero algo está pasando para que en Colombia esta violencia no tenga rostro ni acompañamiento. Miles de niñas y adolescentes colombianas siguen llevando solas los impactos de la violencia y los abusos sexuales que han padecido por miedo, vergüenza o, simplemente, porque no les creyeron y las llenaron de culpa. Esas historias se quedan en la esfera privada, dejando un abismo entre el dato oficial y la realidad.
Entonces, a falta de voces, solo nos quedan cifras y estas son cada vez más alarmantes. El más reciente Boletín Estadístico del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), con corte al 30 de septiembre de 2025, revela una tragedia normalizada. De los 42.383 ingresos al Proceso Administrativo de Restablecimiento de Derechos (PARD), la causa número uno es, de lejos, la violencia sexual. Estamos hablando de 15.853 niñas, niños y adolescentes que el Estado tuvo que retirar de sus entornos familiares porque sus cuerpos fueron abusados y violentados sexualmente. Este delito supera hoy al de “omisión o negligencia” (13.359 casos), que históricamente ocupaba el primer lugar.
De esas casi 16.000 víctimas, 13.467 son mujeres. Es decir, el 85 % de las víctimas de violencia sexual son niñas y adolescentes. Los datos por edades muestran, además, que de esas, 9.865 tienen entre 12 y 18 años. Ser adolescente es estar en riesgo extremo. Sin hablar de los 1.549 bebés y niños de entre 0 y 6 años que fueron abusados. Bogotá encabeza la lista con 3.562 casos, seguida por Valle del Cauca (1.582), Cundinamarca (889) y Antioquia (838).
Pero quizás lo más preocupante es que la tendencia empeora. Durante 2023 se registraron 16.946 casos. Hoy, con datos apenas a septiembre de 2025, ya rozamos esa cifra con 15.853 casos, sin que se avizoren salidas de justicia, prevención y reparación de estas vidas.
¿Dónde está la educación sexual integral que incomoda a los más conservadores pero que salva vidas? ¿Dónde están las sanciones a los agresores? ¿Dónde están las respuestas del Estado y las familias a las niñas y adolescentes afectadas? Mientras la política pública se debate en retóricas vacías, la violencia sexual se consolida como la principal amenaza para la infancia en Colombia. Hablar de esto en las casas, calles y recintos públicos es una urgencia ética; por ellas, por las que siguen en silencio.